Era probable, pese a que algunos negaban que acabara siendo posible. Los datos que ya en el 2005 analizábamos (Guillem López y Ana Mosterín, Nota d’Economia, 2006) así lo indicaban. Entre 1981 y el 2001 los jóvenes perdían bienestar relativo, al menos en la parte resultante de la distribución de rentas procedentes del mercado de trabajo. España iba bien, pero la contratación la marcaban a menudo contratos basura y unos sectores económicos de demanda de empleo poco cualificada. Se detectaba con claridad que las mejoras de ingresos iban mayoritariamente a adultos con contratos indefinidos y a jubilados, protegidos por un sistema de pensiones que seguía siendo generoso pese a la perspectiva demográfica. El boom de precios hinchados de la vivienda deflactaba aún más aquellas rentas de los jóvenes, incapacitándolos para emanciparse y formar un hogar. La idea de que las nuevas generaciones siempre acababan con mejor bienestar que las anteriores podía no ser ya evidente. Que las políticas públicas priorizasen implícitamente a la gente adulta era aceptado sobre la base de considerar que el resto de políticas económicas, de productividad, formativas de capital humano, etcétera, ya tenían un sesgo suficientemente projuvenil y que eso permitía que la política social los relegara. Pero eso empezaba a ser una falacia.

Sabíamos, además, por los trabajos de la OCDE que nuestro sistema productivo hacía muy sensibles las fluctuaciones del paro en los jóvenes, especialmente entre 16 y 25 años. De hecho, una desviación de un punto porcentual del output gap (es decir, fuera de la senda esperada de crecimiento) suponía un 0,65 de bajada en el empleo de adultos y más del doble en los jóvenes (1,4 puntos).

Sobre esta base, nuestro trabajo alertaba de la necesidad de velar para que no se rompieran los equilibrios intergeneracionales, entre el bienestar neto de unos y otros. Esto podría concretarse en que la ratio entre rentas finales de activos y pasivos, después de impuestos y prestaciones públicas monetarias y en especie, bastante distintas entre unos y otros, se mantuviera estable en el tiempo ante las diferentes coyunturas. Y esto, que se conoce como regla de Musgrave, era preciso que fuera validado tanto en épocas de ganancia de productividad -haciendo partícipes a nuestros pensionistas con mejoras por encima del IPC- como de vacas flacas, para que no recayeran sobre todo en las personas activas, ocupadas o no, con impuestos, deuda futura y cotizaciones en su caso, las consecuencias financieras del mantenimiento de las inercias presupuestarias.

La realidad confirma aquellos pronósticos. La política pública ha mantenido a pesar de la crisis el sesgo en las pensiones -un barco de maniobrabilidad muy escasa-, no se ha ralentizado el inicio de la cobertura de la dependencia moderada (cuando aún no se ha consolidado financieramente la cobertura de la grave) y el sistema sanitario no ha sido capaz de reorientar ni la exención del copago farmacéutico vinculado a la condición de pensionista. Mientras, las restantes políticas, encajonadas entre la restricción presupuestaria y la consolidación fiscal, se han visto postergadas en lo que se refiere a la mejora del acceso a vivienda, incluyendo la de alquiler, a las políticas activas de creación de empleo, a las acciones formativas ocupacionales, a las del ocio orientado a la educación, etcétera. Unas políticas propias de colectivos más jóvenes.

Eran sabidos también los datos de esta inercia, resultado de políticas poco flexibles, de piñón fijo, y que fácilmente llevan al absurdo si se extrapolan. No era difícil hacer una simulación de sus efectos: el impacto de no priorizar unas políticas sobre otras, el lastre de deuda que dejarían si no se cubrían con nuevos ingresos, la ratio de dependencia de rentas públicas por grupos de edad, etcétera.

Ahora ya no estamos en aquellos escenarios hipotéticos, sino que constatamos la realidad más cruda: el paro de los menores de 25 años está alcanzando el 44%, la cifra más alta de los países de la OCDE, y el castigo relativo contra la entrada en el mercado de trabajo al que condena la crisis a los más jóvenes no tiene parangón en ningún otro país. Indigna, por tanto, que, pese a la sensatez de las predicciones, la falta de adaptabilidad de las políticas sociales nos haya situado en el callejón sin salida actual. Todos los que los tienen, quieren proteger su renta y sus privilegios, nadie quiere pagar más impuestos, aumentan las reivindicaciones de prestaciones para los más débiles… Y el traslado de los problemas de financiación al futuro, goloso para los políticos, puede borrar un horizonte de esperanza de quien tiene que pagar años y años la hipoteca y se encontrará ante una política pública con unos costes financieros a sufragar antes que decidir en qué gastar los impuestos, asfixiantes.

La necesidad de que una institución, una agencia, un think tank no cooptado por los poderes vele por la sostenibilidad del bienestar intergeneracional, de forma que integre a la política pública, tanto la económica como la social de acompañamiento, es un clamor que no se puede acallar durante más tiempo.

1 Comentario

  1. Estimado Señor,
    Me ha gustado la idea de una institución independiente que alerte de los problemas intergeracionales que puedan derivar de llevar a cabo unas ciertas políticas y no otras. Aunque se creara dicha institución ¿cómo hacer que sus conclusiones, indubitablemente de carácter empírico y basadas en escenarios de alta probabilidad, sean vinculantes hacia un gobierno, cuya función es gobernar y tomar decisiones, previsiblemente de largo plazo para mantenerse en el poder, y con los riesgos asociados a ellas, que pueden diverger en mayor o menor medida de los de dicha institución?
    Por otra parte la elevada tasa de paro en España es una anomalía en los estados más avanzados. Aún siendo solo una impresión, no creo que el tipo de sistema productivo sea tan sensible que explique en gran medida la actual tasa de paro. Creo que existen grandes bolsas de trabajo informal que reducirían el paro de forma importante si se convirtiesen en formales, que la legislación y el sistema impositivo de las sociedades mercantiles en materia de empleo no salvaguarda que los trabajos temporales o no remunerados sean exclusivamente un paso transitorio hacia empleos formalmente estables, pero que a la vez permita la fácil mobilidad de trabajadores estables entre empresas creando así nuevas vacantes, que la necesidad de formación y de cumplimiento del deber de ciudadano en el pago de impuestos no es aún un fin natural en los individuos y que el sistema educativo no promueve que a los estudiantes de distintas ramas les entre el gusanillo emprendedor. Tengo la creencia de que quizás resolviendo primero estos problemas el sistema productivo cambiaria hacia un modelo que permitiría que los jóvenes contribuyesen con mayor holgura al estado de bienestar y a la solidaridad intergeneracional.
    Gracias.

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