El buen gobierno es el que anticipa acontecimientos, el que prevé las consecuencias de unas u otras decisiones y pecan de irresponsabilidad los gobernantes que no lo hacen, aunque se afanen después en contrarrestar efectos muchas veces tan indeseados como imprevistos. Nadie lo dudará hoy a la vista del laberinto del Brexit y de la situación en Cataluña.

Allí, a partir de un debate infructuoso en el seno del Partido Conservador, todo empezó por la frívola apuesta –más producto de un “impulso ludópata” que de una decisión meditada– de un primer ministro que se jugó el futuro de su país a la única carta de un referéndum (Areilza). El recurso a la democracia directa y una opción binaria para dirimir un tema de enorme complejidad y trascendencia; una consulta “divisiva y tóxica” –lo dijo en su día el propio Boris Johnson- que arrojó un resultado inesperado: por estrecho margen, los votos se decantaron a favor de la nostalgia del siglo XIX –un Estado plenamente soberano, con memoria aún de la época imperial- frente a las promesas y los riesgos del siglo XXI, como supo resumir con brillantez Joschka Fischer.

Desde entonces, tres años de idas y venidas, de amagos y desmentidos, de fanfarronerías –“Brexit is Brexit”, ¿se acuerdan? –y dimisiones; lo que podría tildarse de “vodevil político” si no tuviese las consecuencias perversas que está acarreando en el propio Reino Unido: menoscabo de prestigio mundial, debilitamiento de la vertebración territorial y de la cohesión social, una opinión pública marcadamente tensionada, pérdida de atractivo para inversiones y talento, apuntes de crisis del sistema constitucional dadas las repetidas y duras refriegas entre Parlamento y Ejecutivo. Nada de ello estaba previsto: costes de la irresponsabilidad.

Tan altos y tan visibles que sin duda actuarán como contraejemplo para otros que pudieran sentir la tentación de abandonar la Unión Europea. Frente a quienes pronosticaban –y alentaban, léase presidente Trump- “efecto imitación” y sucesivos intentos de divorcio, el Brexit no solo ha conseguido que los 27 cierren filas, sino también retomar proyectos de integración antes aparcados. “Vacuna” en vez de “epidemia”, “argamasa” en vez de “dinamita”, en definitiva: tampoco lo pensaron los aprendices de brujo.

Aquí, entre nosotros, aunque las raíces sean alargadas, la atracción al vértigo se hizo más patente en el otoño de 2017, con una temeraria Declaración Unilateral de Independencia como remate de pasos previos –el “procés”–, sin reparar tampoco en su alcance. Desde entonces, la tortuosa senda que todos padecemos. No quiero detenerme ahora en el reparto de culpas entre quienes en su momento pecaron por acción o quienes lo hicieron por omisión. Importa subrayar los efectos perniciosos que se han derivado para toda España y, en particular, para Cataluña: fractura social, retracción empresarial, pérdida de oportunidades, menoscabo reputacional e indisimulable crisis institucional, ya antes pero sobre todo después de las jornadas de violentísima “kale borroka” en las calles de Barcelona. ¿“Ulsterización de Catalunya”? Consecuencias del mal gobierno, en todo caso. Ojalá sirva también de contraejemplo. La democracia española es una democracia curtida, pero cuantos menos zarandeos, mejor.

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