Nuestra compañera, Mariam Camarero, nos envía el siguiente artículo publicado como Tercera de ABC el pasado día 1 de julio. Los acontecimientos de estos últimos días ponen de manifiesto, aún más si cabe, la necesidad de encontrar un gobierno con la firme voluntad de llevar a cabo un ambicioso plan de reformas. Por su interés, reproducimos el artículo más abajo.

Ford Madox Ford escribió en los años veinte una tetralogía sobre la participación británica en la Primera Guerra Mundial titulada Parade’s end o El Final del Desfile. En ella describe la decadencia de Gran Bretaña como potencia colonial, así como el declive de la clase social que había dirigido el Imperio Británico. Mientras suena la música de Pompa y Circunstancia los protagonistas se lamentan de que todo ha cambiado para siempre mientras nadie, ni ellos mismos, se han dado cuenta.
Evidentemente, algunos sí que eran conscientes del cambio que se estaba produciendo, entre ellos el propio Ford. La pregunta es si había margen para reaccionar y minimizar los daños o si el proceso era ya irreversible.
España no está inmersa en una guerra mundial ni está a punto de perder su imperio colonial (algo que ya ocurrió hace mucho tiempo). Sin embargo, sí es fácil hacer el paralelismo entre las actitudes y sentimientos descritos en la novela y los que despierta la situación de la economía española en la actualidad.
Tras cuatro años de crisis, aunque tarde, sí existe la impresión de final de etapa o, parafraseando a The Economist, de que “se acabó la fiesta”. Sin embargo, no parece haber calado completamente en los responsables económicos la idea de que lo crítica de la situación y la necesidad de que se tomen las medidas adecuadas de manera firme y rápida. No bastan los parches o las reformas inducidas por la presión de la Unión Europea. El problema no reside en tener que hacer frente a dificultades temporales por el elevado nivel de endeudamiento. Ni siquiera cabe culpar al sector financiero o a las agencias de rating. Ni se trata de inventarse un nuevo modelo económico porque el actual es inadecuado o está viejo. No es una tormenta pasajera, sino el final del desfile.
La economía española necesita aplicar una serie de medidas que se conocen prácticamente desde la entrada (hace más de veinticinco años) en la Unión Europea y que se hicieron imperiosas desde la firma del Tratado de Maastricht. España comparte moneda y mercado con algunos de los países más productivos y competitivos del mundo, al tiempo que conserva estructuras y regulaciones heredadas de los años sesenta. Además, sobre dichas estructuras se ha construido un estado de las autonomías basado en transferencias de competencias no siempre avaladas por las teorías de federalismo fiscal. Porque el problema de la Unión Monetaria Europea es la existencia de una moneda única y una política monetaria centralizada que conviven con políticas fiscales en manos de los países. Ya en los años 80 y en los 90 se habló de los riesgos de ponerla en marcha sin un presupuesto federal que fuera el instrumento para actuar ante posibles shocks asimétricos.
En ausencia de dicho presupuesto, los países debían reformar sus economías para corregir ineficiencias, tal y como se acordó en la segunda mitad de los noventa durante los años de convergencia hacia los objetivos de Maastricht. Aunque lo que trascendió más a la opinión pública eran dichos objetivos y las dificultades que encontraron muchos de los aspirantes para cumplirlos, al mismo tiempo se negoció un entramado de coordinación de políticas económicas que permitiera compensar la ausencia de un gobierno y un presupuesto de tipo federal en la Unión Europea.
Nuevamente son dos los instrumentos de coordinación más conocidos. Por un lado, el procedimiento de déficit excesivo. Éste limita el déficit público a un máximo del 3% del PIB y los países quelo superan, como España en la actualidad, se ven obligados a reducirlo y a realizar los ajustes necesarios para ello. Por otro lado, como resultado de diversos Consejos Europeos (Luxemburgo-1997, Cardiff-1998 y Colonia-1999) se establece por primera vez como objetivo lograr un alto grado de empleo en Europa, se diseñan las líneas maestras de reforma de los mercados de bienes y servicios para mejorar su funcionamiento, así como una estrategia de cooperación y diálogo macroeconómico. La Estrategia de Lisboa, firmada en 2000, condensaba estos procesos en un grupo de ambiciosos objetivos que debían alcanzarse en 2010 y que han vuelto a actualizarse con la meta Europa 2020.
Existían, por tanto, importantes compromisos que empujaban, de forma imperiosa, hacia la reforma. La Ley de Estabilidad Presupuestaria de diciembre de 2001 pretendía facilitar la coordinación macroeconómica al establecer el equilibrio del presupuesto como objetivo. En su exposición de motivos señalaba también la necesidad de políticas de reforma estructural, que se acometieron desde finales de los años noventa hasta principios de la primera década de 2000. La contestación en 2002 a un decreto de medidas urgentes de reforma del desempleo, al que se acuñó como el “decretazo”, frenaron el proceso, que paró en seco con la derogación en enero de 2008 de la citada Ley de Estabilidad Presupuestaria.
Tras más de doce años de Unión Monetaria, diez de ellos sin las reformas necesarias para sostener nuestra posición competitiva en la misma, si bien no puede pedirse al ciudadano de a pie que apremie a sus gobernantes para que realicen las reformas pertinentes, sí que debe exigirse a nuestros dirigentes, tanto en ministerios como en instituciones reguladoras, que cumplan con los compromisos acordados al embarcarnos en la Unión Monetaria Europea. No es un argumento aceptable que la música y el ruido de fondo derivados de la abundancia de crédito y la prosperidad económica les impidieron darse cuenta de que quedaban reformas por hacer. Nuestros representantes se reúnen de forma regular con sus colegas del resto de Europa y los mecanismos de coordinación y supervisión mutua han seguido funcionando durante todos estos años. Y también saben que, exceptuando pequeñas mejoras coyunturales, no puede esperarse una recuperación económica rápida, pues los años de inacción han impedido sentar las bases de un crecimiento estable y equilibrado a largo plazo.
No deja de sorprender que, precisamente ahora, retome el Banco de España en su informe anual 2010 el lenguaje que se empleaba en 2001 en la Ley de Estabilidad Presupuestaria (aunque esta vez referido a las Comunidades Autónomas) al señalar que “el cumplimiento estricto de los planes anunciados es inexcusable” en palabras de su gobernador.
Es necesario, como he señalado anteriormente que, de forma inmediata y con la responsabilidad exigible a los gestores públicos, se tomen las medidas necesarias para volver a transmitir no sólo a los mercados, sino también a nuestros socios europeos y a los ciudadanos, señales claras de que se van enmendar los errores y devolver el prestigio y la credibilidad de España en el exterior.
Ahora ya no suena la música ni se escucha el rítmico compás del desfile. En el silencio es ya atronadora la evidencia de los años de mal gobierno. Lo mínimo que cabría esperar es que dejen paso a los siguientes.

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