La estabilidad política —como la salud personal— es un precioso bien que solo valoramos de verdad cuando se pierde. Por eso ahora es una demanda unánime hacer lo necesario para recuperarla: para que no se frustren oportunidades a nuestro alcance (como la “histórica de la revolución digital”, lo ha advertido hace unos pocos días Álvarez-Pallete), si se bloquean medidas imprescindibles, y algunas de política económica no deben esperar más.

Se trata, en efecto, de “recuperar”. Porque el rasgo más acentuado de la democracia española durante más de tres decenios, desde la primera legislatura con gobiernos del PSOE, en los años ochenta, hasta la mitad de la década que pronto acabará, ha sido precisamente la estabilidad política en el marco, a su vez, de una sobresaliente estabilidad institucional, con la Corona —al César lo que es del César— en la cúspide de un edificio que ha demostrado, ante creyentes e incrédulos, solidez, y más notoriamente cuando se le ha intentado derribar de una u otra forma. Su combinación con el otro componente clave de un fecundo tercio de siglo para la economía y la sociedad españolas, Europa como estímulo y exigencia, explica muchos de los logros conseguidos. Interacción virtuosa: la estabilidad política e institucional ha facilitado el acceso, primero, y la interlocución, después, con la UE, y la permanente referencia europea, compartida por los distintos grupos y partidos políticos, ha actuado de aglutinante, contribuyendo así, y no en menor medida, a la estabilidad.

No es cuestión solo, aunque también, de formaciones gubernamentales duraderas (como fueron las que se sucedieron entre el final de 1982 y el de 2015); se trata, sobre todo, de cultura negociadora, de búsqueda de puntos de coincidencia, de primar los intereses generales sobre los de parte (o partido). De voluntad de acuerdo: el acuerdo como destilado democrático, no como cesión vergonzante; la cultura negociadora que implica también capacidad de gestión de los desacuerdos, de los desencuentros. Lo que hizo posible, valga como ejemplo, resistir y finalmente derrotar al terrorismo o pactar un sistema de pensiones; y, con mirada más abarcadora, lo que constituyó la tónica de los mejores años de la España democrática, con tan buen haber en su cuenta: la afirmación de un régimen de libertades plenamente homologable en el mundo occidental, un extenso tejido empresarial con alto grado de internacionalización, multiplicadas dotaciones de infraestructuras técnicas y equipamientos sociales, y una mejora sustancial de las condiciones de vida, con la cobertura de un asentado Estado del bienestar.

Justo lo que desde las elecciones de diciembre de 2015 se viene echando en falta, cuando el escenario político se llena de “líneas rojas” y “vetos”, figurantes ciertamente ajenos a la esencia de la democracia, más bien propios de situaciones de belicoso enfrentamiento, con el resultado de mantener el clima de incertidumbre dominante. La incertidumbre política que, al igual que las perturbaciones financieras (ha vuelto a subrayarlo el Banco de España) afecta marcada y significativamente al crecimiento económico, retrayendo la actividad inversora y reduciendo, más pronto que tarde, la propensión al consumo de los hogares.

Reclamemos, pues, líderes con suficiente grandeza para alcanzar “consensos vitales del Estado y lanzar el país hacia el futuro”. Divino tesoro (para homenajear, de paso, a Rubén Darío).

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