De esta recesión saldremos – no hay mal que cien años dure- y, aunque la intensidad del crecimiento sea menor que el registrado en la década que concluyó en 2008, deberíamos aspirar a que su naturaleza,  su composición en todo caso, sea mejor. Se trata de conseguir  un  patrón de crecimiento más diversificado, que disponga de una mayor intensidad en conocimiento: en ventajas competitivas menos vulnerables y generadoras de empleos de mayor calidad. Ello nos remite necesariamente a la educación, fundamento de las dotaciones de capital humano sin las cuales las economías no prosperan: no garantizan la generación de ganancias de productividad necesarias para que la renta por habitante crezca de forma sostenida.  Educación, investigación e innovación son los vértices de ese “triangulo del conocimiento” en cuya interacción se fundamenta la estrategia europea para un crecimiento inteligente,  para la transición a una sociedad basada en el conocimiento.

En ese necesario fortalecimiento del capital humano, pero también del tecnológico, el papel de la educación superior es crucial. En España ello nos remite necesariamente a las universidades públicas, mayoritarias en el desempeño que la sociedad asigna a estas instituciones: la generación y transmisión de conocimiento.

Las universidades están sufriendo de forma particularmente severa la crisis económica y la política de saneamiento de   las finanzas públicas. No es algo específico de España. En un informe reciente de la Comisión Europea sobre la financiación de la educación en Europa entre 2010 y 2012 se destaca que el sacrificio en los recursos dedicados a educación superior  seguirá siendo particularmente intenso en aquellos países más directamente afectados por la crisis de la Eurozona y, en general, en aquellos que en mayor medida presentan un desequilibro fiscal más amplio. La reducción del personal docente e investigador, la de las remuneraciones de los que quedan, el desplome de las becas, e incluso la desaparición de centros, son algunas de las consecuencias ya observables en varios países europeos.

La situación de las universidades públicas en España no es  menos inquietante. Así se deduce del   informe “La contribución de las universidades al desarrollo”, editado por  la Fundación Conocimiento y Desarrollo (CYD), presentado la pasada semana. Entre 2009 y 2011, los presupuestos se han reducido de forma significativa, afectando a todos los conceptos de gasto. La situación con la que enfrentarán el nuevo curso es de manifiesta precariedad. No hace falta insistir en que si los recursos siguen contrayendo, la calidad de esas funciones que en cualquier economía avanzada tienen las universidades se verá seriamente resentida.

La ausencia de datos suficientemente homogéneos para el conjunto de las economías avanzadas no permite comparar el impacto de la crisis en los distintos sistemas universitarios, aunque no es aventurado anticipar que el nuestro no sería precisamente de los mejor parados. Si conocemos  algunos indicadores relevantes al inicio de la crisis. En 2009, el gasto total en educación superior en términos de PIB era del 1,31% en 2009, por debajo del promedio de la OCDE, de 1,58%, y del 1,43% de la UE21. EEUU y Canadá asignaron el 2,64% y el 2,45% de sus PIB respectivamente. El  gasto total en educación superior por alumno matriculado en los países de la OCDE, 18.570$, era significativamente  superior al de España, de 13.600$. Todo ello a pesar del incremento significativamente superior al promedio que en nuestro país se registró entre 2005 y 2009, en cierta medida debido a la reducción de los alumnos matriculados. Ese gasto por alumno expresado en relación al  PIB por habitante, del 42%,  era en España similar al promedio de los 34 países agrupados en la OCDE.

En España, al igual que en la amplia mayoría de los países europeos, la financiación de la educación superior es en gran medida  pública: del 79,1% en España, del 78,6% en la UE21. En Alemania es el 84,4% y 83,1% en Francia. La proporción que ese gasto representa sobre el gasto público total es representativa de las prioridades que los gobiernos conceden a ese tipo de educación. En España representó en 2009 el 2,5% del gasto público total, mientras en el promedio de  la OCDE fue del  3,1% y en la  UE-21, el 2,7%.  Otros indicadores relativos, como las ayudas a estudiantes, no sitúan tampoco a España en una posición superior al promedio de los países avanzados, o de la UE.

Esos indicadores relativos no habrán mejorado precisamente en los últimos años, dificultando la necesaria mejora de la calidad del sistema universitario. Esta había experimentado algunos avances en los años previos a la crisis, reflejados fundamentalmente en el porcentaje de publicaciones científicas de proyección internacional entre 202 y 2011, hasta ocupar una posición acorde con el peso de la economía española en el conjunto de las avanzadas. Ello no es óbice para destacar las muy serias limitaciones, que se agudizan durante la crisis. Es precisamente en estos años de menores recursos cuando se ha registrado un aumento en el número de alumnos paralelo a la reducción del número de profesores, consecuente con las restricciones presupuestarias. Ahora son más los estudiantes que acuden y prolongan sus estudios superiores ante las escasas alternativas que ofrece el mercado de trabajo. Este desplazamiento no debería inquietar si esa ampliación de la estancia universitaria se tradujera en una mayor empleabilidad. Y de esto, no estamos muy seguros.

Como tampoco podemos estarlo de la mejora del rendimiento docente.  Los resultados para el conjunto del sistema universitario español no son buenos. Con la métrica de la OCDE, la relación entre la tasa de graduación y la tasa de entrada era significativamente inferior en España que en la  UE en 2010.

La reordenación del mapa de  titulaciones universitarias es una de las prioridades que destacan la Fundación CYD: en septiembre de 2012 existían  2.541 enseñanzas de grado y 3.292 másteres oficiales.  Esta es,  efectivamente, una consideración previa al frecuente cuestionamiento del número de universidades públicas existentes en nuestro país y a la respuesta inducida de conveniencia de procesos de fusión entre algunas de ellas. La capacidad para racionalizar y mejorar la oferta es una consideración básica. Y esta no puede abstraerse de esas exigencias de modernización referidas al principio.   Esto nos remite no solo al necesario fortalecimiento de los presupuestos sino no menos importante, a la necesaria adaptación o reforma de la universidad. Y, desde luego, a la asunción por su personal docente e investigador de actitudes proactivas, que contribuyan a la necesaria mejora de la calidad de la producción universitaria y, con ello,  mayor legitimación social de estas instituciones.

La  interacción entre el gobierno universitario, su gobierno y la definición de sus prioridades y la actividad    empresarial es de todo punto necesaria. No solo para facilitar la empleabilidad de los egresados, sino para adecuar su producción científica a esas exigencias de modernización económica. Es también la condición necesaria para garantizar la consecución de mayores ingresos y fortalecer el saneamiento presupuestario de las instituciones. La financiación de la educación ha de seguir siendo mayoritariamente pública, el estado ha de garantizar con ella el principio básico de igualdad de oportunidades, hoy más amenazado que antes de la crisis, pero las universidades  han de someterse a controles rigurosos de su desempeño, incluida la naturaleza y calidad de su oferta, así como la adecuación de esta a la demanda.

 

 

 

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