Durante este mes de julio y en el agosto que le sucederá, la actualidad transcurrirá hace cien años. No es un juego de palabras; es un imperativo intelectual y ético. Lo que se fraguó entonces ha provocado las mayores hecatombes y tragedias que conoce la historia europea y, por extensión, la de todo el mundo en buena medida. Obligada ha sido por eso la sobria pero emotiva conmemoración de los líderes de la UE en el simbólico escenario de Ypres, la ciudad belga testigo de cruentas batallas y de la utilización por primera vez de armas químicas.

Fue todo un mundo el que se precipitó al abismo a partir del magnicidio de Sarajevo. Aquella Europa de “la edad de oro de la seguridad” y de la estabilidad, de fe en los avances científicos y tecnológicos ininterrumpidos, de mejoras sustanciales en las condiciones de vida, donde se llegó a creer que “el progreso técnico debía ir seguido necesariamente de un progreso moral igual de veloz” (S. Zweig), dio paso abruptamente al espanto que fue la I Guerra Mundial y, como frutos tempranos o tardíos de esta, a la revolución soviética, a décadas de radical inestabilidad social, a “la era de las tiranías” en el propio suelo europeo (E. Halévy), a la segunda gran conflagración mundial y a un largo rosario de secuelas que llegan hasta los conflictos y guerras que hoy sufren los países de Oriente Medio, cuyas fronteras fueron dibujadas caprichosamente al rebufo de “los cañones de agosto” (B. Tuchman). No se trata de una ficción, sino de la realidad.

Y no fue la lucha de clases preconizada desde la mitad del ochocientos lo que prendió la mecha, sino el nacionalismo. El reforzado nacionalismo con ansias hegemónicas de las grandes potencias y el nacionalismo irredento de las naciones sin Estado. Uno y otro confluyeron provocando el incendio. Un arrogante espíritu belicista nutría la cultura política común de los principales países que se enfrentarán en el campo de batalla, y entre los nacionalismos sofocados el fervor místico (o fanático, como se prefiera) encontraba su medio natural. La combinación fue catastrófica.

Consecuentemente, la I Guerra Mundial supuso el comienzo del final del liderazgo europeo. Después de cuatro siglos de hegemonía, desde la era de los descubrimientos hasta la segunda revolución industrial, la posición de Europa no pudo dejar de retroceder. Perdida la fe en su propia civilización, el viejo continente cedió el cetro del poder y la influencia. El verano de 1914 traza la principal línea divisoria. Será Estados Unidos, reafirmada su potencia militar e industrial con ocasión de la guerra, quien tomará el relevo: en la Conferencia de Paz de París (1919), el Presidente Wilson es ya el protagonista indiscutido.

Obligada evocación, pues, que tiene que servir para valorar bien lo que tenemos: esta Europa que avanza laboriosamente en su proceso de unión económica y política. A muchos les parece algo muy prosaico, y no pocos lo contemplan con deje despectivo. Pero con la perspectiva que brinda la efemérides el juicio ha de ser inequívoco. Europa ha conseguido levantarse apostando por la reconciliación, la paz y la cooperación: desenlace, tan inesperado como venturoso, para un siglo durante tanto tiempo aciago. Al fin, una “utopía razonable” y, con esfuerzo, realizable.

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