La apelación a la incertidumbre es la salvaguarda de rigor en muchos ejercicios de previsión económica. Esa forma de curarse en salud nos ha servido para transitar por estos dos años en los que han coexistido dos grandes condicionamientos sobre el bienestar: la amenaza de ruptura del denominado “orden económico internacional” por el país que hasta ahora lo tutelaba y la insuficiente asimilación de las secuelas que dejó la crisis de 2008. Pero la realidad ha suministrado ya suficientes elementos de juicio para que dejemos de refugiarnos en el tópico. El verano ha madurado aquellas señales que, más o menos conscientemente, con desigual amparo racional, deseábamos que fueran nubes de paso. Sobre la economía mundial concurren indicadores que anticipan que el próximo año será bastante peor que este. Su influencia ya se refleja en los de confianza, en la formación de las expectativas de las empresas y de las familias. Y en ese considerable ascenso durante las últimas semanas de las búsquedas en Google del término “recesión”.

La primera de esas dos circunstancias, las guerras comerciales, tecnológicas y de divisas, agudizadas este verano, son las principales responsables del menor crecimiento de las principales economías, el más bajo en tres años, y de la debilidad anticipada para los próximos trimestres. Japón aparte, la desaceleración de Europa es la más pronunciada, con Alemania, Italia Y Reino Unido al borde de la recesión. Pero los temores también se han instalado en la principal economía del mundo. Tras ese récord, por sí solo intimidador, de expansión ininterrumpida durante 122 meses, emergen indicadores de agotamiento del impulso fiscal con el que Donald Trump saludó a las empresas y a las rentas altas de su país. La debilidad estadounidense es manifiesta en el sector industrial, el más vulnerable a la guerra comercial, al igual que en las restantes economías avanzadas.

Del carácter menos coyuntural de las dificultades por las que atraviesan las economías avanzadas da cuenta la profundización de los tipos de interés nominales en ese territorio negativo que venían horadando desde antes del verano. Ese descenso iniciado tras la crisis de 2008 no es únicamente la consecuencia de las decisiones adaptativas de los bancos centrales a la ausencia de inflación y a la debilidad de la actividad. Refleja también el convencimiento de los inversores de que el futuro seguirá exigiendo niveles de tipos de interés tan reducidos o más. Una tercera parte de los bonos en circulación en todo el mundo tiene tipos de interés por debajo de cero. Además de los japoneses, todos los instrumentos con los que se endeudan los gobiernos alemán y holandés están ya en ese subsuelo. Pero los inversores que prestan a aquellos países periféricos que tenían un “endeudamiento público insostenible”, como Irlanda, Portugal o España, también tienen que pagar por adquirir algunos de sus bonos públicos.

La ansiedad no solo se ha adueñado de los supersticiosos o de los creyentes más fervientes en el potencial anticipador del crecimiento que define esa estructura temporal de la curva de tipos de interés. Además del nivel históricamente bajo del precio del dinero a todos sus vencimientos, se da la circunstancia que los que se pagan a corto plazo son los más elevados. Es algo más que un mal fario, dada la alta frecuencia con que una situación tal ha precedido la llegada de recesiones. El estigma de una “curva invertida” ha extendido la inquietud a los más prudentes inversores, fondos de pensiones y compañías de seguros de vida, entre otros, que habían comprometido, cuando el panorama era bien distinto, rendimientos mínimos a sus inversiones. Tampoco los inversores en activos de más riesgo, como el crédito o las acciones, tienen motivos para confiar en que un cuadro tal coexista durante mucho tiempo con ascensos en las ventas y los beneficios de las empresas en las que invierten.

Impedir que la combinación de hechos como los descritos terminen conformando una recesión en toda regla exige actuar sobre las dos circunstancias que los han originado: poner fin a las guerras económicas abiertas e impulsar la demanda y, con ella, las expectativas de inflación.

La primera de las exigencias es la menos compleja técnicamente. Basta con llevar los aranceles a su nivel original y reducir las amenazas a las empresas multinacionales. Un argumento a favor de ese cambio de orientación de la administración estadounidense lo aportarían las dentelladas que esas tensiones ya están originando en el crecimiento de su propia economía. En mayor medida si se quiere evitar que el fantasma de la recesión presida la campaña electoral a la presidencia del próximo año. La normalización en las relaciones multilaterales también permitiría que las otras dos grandes economías del mundo, China y Alemania recuperaran parte del pulso perdido, con el consiguiente impacto favorable en el conjunto.

De las dos vías para estimular la demanda de las economías, la política monetaria convencional está poco menos que agotada en la mayoría de los países, Japón y la eurozona, especialmente. Que sus bancos centrales reivindiquen la eficacia de algunas decisiones que todavía conservan en sus cajas de herramientas no significa que su uso llegue a tiempo de generar los efectos pretendidos. Ese escepticismo estuvo presente hace unos días en la convención anual de banqueros centrales en Jackson Hole, ocupada precisamente en los retos de las políticas monetaria, de la que no emergieron grandes esperanzas precisamente. Quizás una de las pruebas más determinantes de que esos tipos de interés bajos tienen una eficacia reducida es el pobre comportamiento de la inversión empresarial en todas las economías. Más vinculante que el coste del capital parece ser la insuficiencia de la demanda.

La necesidad de utilizar las políticas fiscales, desde luego en algunos países de la eurozona, no es nueva, aunque es ahora cuando incluso los más escépticos han asumido que sería un error seguir mirando hacia otro lado. La directora gerente del FMI y próxima presidenta del BCE acaba de defender ante el parlamento europeo la necesidad de reformar las restricciones presupuestarias en el seno de la UE, como el propio pacto de estabilidad y crecimiento, con el fin de disponer de mayor margen de maniobra en la neutralización de los riesgos de recesión. A ello no deberían esperar aquellos países como Alemania y Holanda con finanzas públicas saneadas y ahorradores quejosos de la ausencia de rentabilidades suficientes. Estos no pueden culpar al BCE de los bajos tipos de interés, sino a sus propios gobiernos por alimentar esos excedentes hoy ociosos.

Pero para evitar la definitiva “japonización” (bajo crecimiento, ausencia de inflación, insensibilidad a la política monetaria) de la eurozona será necesario una más amplia y cuantitativamente más ambiciosa apuesta por estímulos a corto plazo y, desde luego, por la inversión pública. Proyectos que, además de exorcizar las amenazas recesivas, ayuden a modernizar las economías, a fortalecer sus capacidades competitivas, fortaleciendo la educación, las infraestructuras físicas, digitales y energéticas compatibles con el cumplimiento de los compromisos medioambientales.

La existencia de incertidumbre seguirá condicionando los veredictos sobre el futuro de las economías, pero las certezas ya disponibles son suficientemente intimidatorias como para asumir la prioridad de evitar pérdidas de bienestar adicionales en la mayoría de los ciudadanos, dejando a un lado prejuicios y cautelas sin fundamento racional.

(Diario El País, 1/09/2019)

 

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