Mes y medio queda para el 20-N: no es mucho, pero puede hacerse muy largo y acarrear graves perjuicios si no se sortean los peligros que traen consigo, más que otras veces, estas vísperas electorales.

El primero es tan conocido como difícilmente combatible: la demagogia populista que tiende a adueñarse del escenario público durante la campaña, con esquematismos que son mistificaciones, con deliberada manipulación de datos y situaciones, con promesas imposibles de cumplir que se utilizan como armas arrojadizas contra un adversario al que, de paso, se caricaturiza… Compone todo ello una suerte de pedagogía social a la inversa, especialmente dañina hoy dada la entidad de los problemas planteados. El populismo, ese gran enemigo de la democracia, siempre hace daño, pero ahora sus efectos perversos adquieren mayor potencialidad en una sociedad que siente su confianza y su autoestima recortadas por la severidad de la crisis económica y por la inepta gestión que de ella se ha hecho. Existe, además, el riesgo real de que tal ambiente se prolongue meses enteros como consecuencia de la convocatoria por separado de las elecciones autonómicas en Andalucía —probablemente al final del invierno—, algo que rompe la pauta hasta ahora seguida y que, frente a lo que sería mejor para los intereses generales, sólo atiende a la conveniencia de parte (del partido gobernante, se entiende).

El segundo peligro es que la cercanía de las urnas posponga necesarias medidas de ajuste. El miedo a perder votos en la consulta convocada puede aflojar la voluntad de proceder a reformas cuya urgencia es clamorosa. Nada bueno acarreará, en este sentido, que decaiga el ánimo con que los nuevos gobiernos autonómicos han iniciado cambios de rumbo en disciplina presupuestaria y control de gastos. Un terreno, por cierto, en el que la noticia relevante en muchos casos no es tanto lo que se poda cuanto la envergadura del tronco afectado: cuando el gobierno balear anuncia el propósito de suprimir 92 empresas públicas, lo que de verdad impresiona es que existan 192 en esa Comunidad (¡2.388 suman los organismos dependientes de las administraciones autonómicas!); cuando el Gobierno de Esperanza Aguirre ajusta el número de liberados sindicales en la administración de la comunidad madrileña, suprimiendo 1.930, lo que impresiona ciertamente es la cifra de la que se parte: 3.500; cuando en Extremadura se reduce en un 50 por ciento el número de altos cargos, lo que sobrecoge es que haya 500 de tal categoría, y sobran los ejemplos.

Un tercer peligro, en fin, no es menos grave: que la previsible dureza de la campaña electoral aleje la posibilidad de establecer el día de después los deseables consensos sobre las grandes cuestiones cuya solución duradera sólo puede pasar por grandes acuerdos entre las principales fuerzas políticas: sistema educativo, reforma laboral, articulación del Estado —incluyendo también la del mercado nacional—, función pública…

Y que nadie lo ignore: desde afuera no se nos quita ojo; la imagen del país, la “marca España” se juega mucho en el envite, y no está el horno para bollos.

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