Por Fernando Ignacio Sánchez Martínez – Universidad de Murcia.

Esta entrada constituye un resumen de la ponencia que el autor presentó en las XXXVI Jornadas de Alicante sobre Economía Española.


España destinó en 2019 a gasto sanitario (público y privado) un 9,1% de su PIB, prácticamente igual que la media de los países de la OCDE (9,0%). Los 3.600 $ (corregidos según PPA) que España gasta por habitante suponen un 10% menos que la media de la OCDE y están lejos de las cifras de países que comparten nuestro modelo de sistema sanitario (Servicio Nacional de Salud), como Suecia, Dinamarca o Reino Unido (Gráfico 1).

Gráfico 1

La estructura del gasto sanitario público en España muestra la participación mayoritaria y creciente del gasto en atención especializada y hospitalaria (63%), a costa de la atención primaria (15%) y la salud pública (1%). No es necesario incurrir en la exageración de afirmar que “en España hay 17 sistemas de salud diferentes” para constatar la existencia de una considerable heterogeneidad territorial. El gasto por habitante en el País Vasco supera en casi un 50% al de Andalucía (Gráfico 2) y la composición del gasto también resulta dispar, siendo, por ejemplo, la participación de la atención primaria del 11% en la Comunidad de Madrid y del 18% de Andalucía.

Gráfico 2

Los modestos niveles de gasto, unidos a unos buenos indicadores de esperanza de vida, llevaron a muchos a afirmar que España tenía uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo. Lo cierto es que, si se atiende a algunos ránquines que van más allá de indicadores simples y poco informativos, la sanidad española se sitúa en posiciones meritorias, pero en ningún caso a la cabeza de los sistemas con mayor calidad del planeta. El ranquin que elabora The Lancet, con resultados en mortalidad evitable, coloca a España en el puesto 19 de 195 países. El Euro Health Consumer Index, que incluye 49 indicadores de calidad agrupados en 6 dimensiones, sitúa a nuestro país en la misma posición, la nº 19, solo que en este caso, sobre 35 naciones europeas, esto es, aproximadamente en la mediana.

La pandemia mostró algunas debilidades del sistema sanitario español. En primer lugar, resultó evidente que el sistema no estaba preparado para un problema de esta magnitud. Se afrontaron restricciones en suministros esenciales: equipos de protección para profesionales y para la población general (mascarillas), test de diagnóstico, etc. También hubo insuficiencias en recursos para atender a pacientes críticos (camas en UCI, equipos de ventilación). No existían planes de contingencia en los centros y sí carencias en la formación del personal sanitario y, particularmente, del sociosanitario. La consecuencia fue que la población más vulnerable (ancianos institucionalizados) resultó estar desprotegida. La lectura positiva es que el sistema mostró una enorme capacidad de adaptación, basada en un liderazgo clínico eficaz, una flexibilidad en la gestión sin precedentes y la colaboración entre los profesionales que, además, incorporaron “en tiempo real” los avances científicos a su práctica clínica.

Llegado el momento de poner el foco en algunos problemas estructurales que la pandemia -y la urgencia con la que se afrontó- dejaron en un segundo plano, comprobamos que el sistema sanitario tiene carencias en recursos humanos: la ratio de personal de enfermería por 1.000 habitantes está lejos de la media europea (no así la de personal médico) y la tasa de temporalidad de los profesionales sanitarios alcanza cifras superiores al 35%, claramente por encima de la del sector público en su conjunto, ya de por sí elevada. Otro problema es la accesibilidad: excesivo peso de los pagos privados directos y dilatados tiempos de espera. En relación con esto último, aunque las estadísticas muestran una aparente mejora, ello es resultado de la caída en la actividad desplazada por la atención a la COVIV-19; otro problema que comienza a aflorar y se manifiesta, por ejemplo, en que la detección y monitorización de enfermedades crónicas en primaria cayó en torno a un 40% en 2020, según un reciente estudio.

A la vista de lo anterior, procede plantearse cuáles son los principales retos a los que se enfrenta el sistema sanitario en la era “post-pandemia”. Podemos organizar estos retos en tres categorías, a efectos puramente expositivos (pues todos ellos están interrelacionados): el reto financiero, el reto de la organización y la gestión y el resto de la incorporación de las innovaciones tecnológicas en salud.

El reto financiero se concreta en la decidir cuántos recursos destinar al sector sanitario, de dónde sacar tales recursos y cómo distribuirlos en un sistema descentralizado. Si bien los bajos niveles comparados de gasto pueden utilizarse como argumento para defender una mayor inversión pública en sanidad, cabe hacer dos observaciones al respecto. La primera es que un aumento en el gasto sanitario no es necesariamente bueno per se. La enorme variación en la práctica clínica sugiere que existen ámbitos con un exceso de actividad asistencial -en ocasiones, en procedimientos de “dudoso valor”, como cesáreas en partos de bajo riesgo (ver Figura 1)-. El posible incremento en el gasto ha de estar, pues, orientado a su valor social. La segunda observación se refiere a la factibilidad de incrementar la parte de los presupuestos destinada a sanidad: las previsiones de crecimiento del gasto en pensiones y las necesidades crecientes de gasto en atención a la dependencia auguran una competencia feroz entre partidas de gasto social. Por lo que atañe a la distribución territorial de los recursos, la dispersión en los niveles de gasto sanitario viene condicionada, al menos en parte, por las diferencias en recursos financieros entre comunidades autónomas. Estas disparidades atentan seriamente contra el principio de equidad territorial y urgen a la reforma del sistema de financiación autonómica y la incorporación de las comunidades forales a los mecanismos de solidaridad interterritorial.

Figura 1

El reto de la organización y la gestión debiera tener como primer objetivo reorientar y reequilibrar el sistema, hoy dominado por una suerte de hospitalocentrismo, de manera que se recupere el papel central de la atención primaria como garantía de la continuidad en los cuidados a los pacientes. También la salud pública reclama una mayor atención por parte de las autoridades sanitarias, en forma de incremento en los recursos humanos y materiales, pero también mediante el necesario desarrollo legislativo. La gestión pública deber tender hacia una mayor profesionalización, impulsada por una autonomía de gestión efectiva. Los centros asistenciales requieren más flexibilidad, más herramientas para la gestión de compras y de recursos humanos. Es necesario un nuevo marco de relaciones laborales que aúne una mayor estabilidad con el diseño de incentivos orientados a los resultados. El objetivo es favorecer la competencia por comparación entre centros y áreas sanitarias, lo que solo demanda una gestión más flexible. La escasa evidencia sobre la eficiencia relativa de los centros asistenciales sugiere que importa más la forma en que los centros se gestionan que su titularidad pública o privada.

En lo que respecta a la incorporación de las innovaciones, la avalancha de nuevas terapias, cada vez más caras y, en algunos casos, de dudosa efectividad, impone la necesidad de orientar la financiación y fijación de precios hacia el pago por valor. La cartera de servicios ha de basarse en criterios de valor social, lo que exige que la relación coste-efectividad de las innovaciones se evalúe ex ante, algo solo posible con el entorno institucional adecuado, cuya piedra angular sería la creación de una autoridad independiente de evaluación de intervenciones sanitarias y políticas de salud.

Finalmente, conviene atender al riesgo de pérdida de legitimidad del sistema, asociado a un progresivo abandono del sistema por parte de las clases medias, debido a los problemas de accesibilidad (listas de espera) que se asocian a una menor calidad percibida en los servicios. El auge progresivo del aseguramiento privado es un indicio de que éste es un riesgo real que puede poner en cuestión la sostenibilidad social del sistema público de salud. De otra parte, no se ha de olvidar la contribución del resto de políticas públicas a la mejora en la salud de la población. Como se desprende del lema “Salud en todas las políticas” de la OMS, la sanidad no constituye el centro de la producción de salud, existiendo otras políticas sociales como la educativa, la de vivienda o la de redistribución de rentas, que pueden contribuir tanto o más que la sanitaria a la mejora de la salud de la población.

 

 

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