La democracia es principios pero también formas; estas sirven para respetar aquellos, facilitando que prevalezcan. Las formas, a su vez, son comportamientos pero también formalidades —“trámites”, como gustara decir Tierno Galván—, que implican protocolos pautados, cuya inobservancia contribuiría a desnaturalizar el sistema. La democracia requiere sus tiempos.

Especialmente en situaciones complejas como la que han deparado los resultados del 20D. Porque, en contra de lecturas sesgadas o simplonas, las urnas no se han pronunciado inequívocamente ni a favor del cambio ni a favor de la continuidad; se ha fragmentado la representación parlamentaria, pero sin una decantación inapelable hacia uno de los lados. Por eso el escenario resultante es todo menos simple, y moverse en él exige tiento y tiempo, pues obliga a consultas, negociaciones y acuerdos no fáciles. Lo óptimo sería encontrar un buen equilibrio entre esos dos polos, entre el amplio respaldo que han obtenido las opciones partidarias de poner coto a las malformaciones del bipartidismo alternante y el apoyo no pequeño que siguen teniendo las posiciones establecidas. Descartar de partida —vetos mediante— a unos u otros interlocutores no es el mejor camino para encontrar la combinación adecuada. Esto es, la que más se ajuste a las preferencias expresadas con el voto: cambio pero no radical, continuidad pero no prolongación de un estado de cosas insatisfactorio para la mayoría. Estabilidad para reformar, una buena síntesis.

El paso de los días, por otra parte, aunque lento dadas las tareas que esperan, no está resultando indiferente al desenlace. Dos casos, al menos, lo corroboran. Primero: los que precisamente por su desprecio de las formas parece que quisieran autoexcluirse. Segundo: los que son víctima de su propia indolencia frente a la principal amenaza de nuestra democracia: la corrupción, esa voraz planta que trepa por el árbol de la política, y que no podrá extirparse mientras convivir con ella no implique pérdida de poder o de oportunidades de conseguirlo.

Hay que aprovechar, en todo caso, cada hora. No están las circunstancias para pausas ni cómodos recesos: ni en el entorno más próximo, ni en nuestra propia casa. El proyecto europeo vuelve a situarse en una encrucijada: a las muchas tensiones políticas y sociales que ha provocado la crisis económica se suman hoy el impacto del terrorismo, la crisis de los refugiados y conflictos geoestratégicos de largo alcance. Terreno fértil para la proliferación de propuestas y movimientos populistas con voluntad de parar o desandar parte de lo ya recorrido: “la Europa del no”, como se ha escrito con brillantez (J. Gual): la que no acepta cuotas de refugiados, la que se opone a culminar la unión bancaria, la que no quiere compartir el control del cambio climático, la que recorta derechos políticos… En todos esos flancos los próximos meses serán decisivos, una instancia adicional de urgencia para despejar los componentes de incertidumbre que dependen de nosotros mismos. Desde la perspectiva económica, dicha clarificación no admite demoras: el calendario para la refinanciación de los altos niveles de endeudamiento es inapelable y la confianza de los agentes económicos tiene ahora los dos ojos puestos en el clima político.

Tiempo, sí, pero solo el estrictamente necesario. Incluso en carnaval.

2 Comentarios

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