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En ello hay que volcarse, en gestionar, aparcando la prédica y el activismo ideológicos. Solo así se dará, se creará confianza, ese necesario componente para que la economía recobre pulso. Confianza a los empresarios para que mantengan su negocio y vuelvan a generar empleo. Confianza a los consumidores para que reactiven la demanda. Confianza a nuestros socios europeos, porque va a ser vital su aporte y hoy nuestras credenciales no nos acreditan como buenos cumplidores. Confianza a los ahorradores extranjeros para que compren deuda pública o realicen inversiones productivas.

En una sociedad moderna, la confianza se nutre, a su vez, de seguridad jurídica, algo que el actual gobierno de coalición parece incapaz de comprender. El baile continuo de iniciativas contrapuestas confunde, y la utilización del estado de alarma para medidas que nada tienen que ver con la crisis sanitaria, no ha dejado de incorporar inseguridad. Que desde el Gobierno se defienda con igual firmeza la contrarreforma laboral y el mantenimiento del statu quo, o la fiscalidad cuasiconfiscatoria y los estímulos a la inversión, más que “sensibilidades diferentes”, trasmite todo menos certeza, seguridad. ¿Quién se va a animar a contratar personal o invertir con total ignorancia del marco jurídico laboral o tributario de pasado mañana?

Lo mismo cabe decir del sesgo antiempresarial que denotan algunas –no pocas- declaraciones ministeriales, desconociendo que la recuperación tiene que estar protagonizada por la empresa privada, porque de los diecinueve millones y medio de ocupados que reflejaba la última EPA, dieciséis y medio pertenecían al sector privado, que es quien debe mantenerlos y acrecentarlos. Es más, el 41% del empleo asalariado en el sector privado se encuentra en microempresas, de modo que pensar que por la vía de las nacionalizaciones se puede encontrar la solución al desempleo supone desconocer la realidad: mero reclamo ideológico.

Esa nociva carga ideológica explica también otra circunstancia obstaculizadora de un ambiente propicio para abordar los problemas hoy perentoriamente planteados. Es el clima bronco en que se desenvuelve la actividad parlamentaria y las relaciones partidarias, tan esterilizante, tan deprimente. Una suerte de intenso encono crónico, de aguda agresividad recurrente, que no solo está llamando —por insólita— la atención de cualificados observadores foráneos, sino que también es percibida muy mayoritariamente por la opinión pública española como un peligro para nuestra democracia (nada menos que un 85% de los españoles, según el sondeo más reciente de Metroscopia).

Repitámoslo, pues; mejor aún, exijámoslo: es la hora de la gestión, no de la ideología.

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