Como ocurrió en las dos campañas electorales consecutivas durante 2019, al formarse el Gobierno tampoco la política exterior ha merecido subirse al estrado de las prioridades. Ninguna propuesta programática consistente, ninguna referencia llamativa: los problemas domésticos más perentorios —desde la situación catalana hasta la reforma educativa, desde la fiscalidad y las pensiones a la reforma laboral, desde los presupuestos a la renovación de los órganos institucionales— o los que no lo son tanto —reformas en los modos de vida, hábitos de consumo y moralidad, que de todo hay— acaparan la atención. Ensimismamiento: desentenderse del mundo exterior, ignorarlo.

Mal asunto. Es dar la espalda a un escenario determinante para los intereses de toda la nación, y justo cuando en él se registran movimientos y tensiones globales de enorme alcance, también para nuestro futuro, a la vez que el momento de la Unión Europea exige especial cuidado para no perder oportunidades. Está en juego, dicho de otro modo, no solo nuestro posicionamiento como potencia media —el “lugar en el mundo”— ante los profundos cambios que la globalización económica y la geopolítica internacional están imponiendo aceleradamente; también la presencia de España, en términos de influencia real y de prestigio, en el día a día de una Unión Europea que hoy está completando sus equipos directivos para los próximos cinco años al tiempo que ha de abrir de inmediato la negociación de la futura relación con el Reino Unido.

La parálisis política padecida ha reducido necesariamente nuestro margen de maniobra, y tanto en lo general como en lo particular. Será arduo combatir el desgaste reputacional que está infligiendo a España el independentismo catalán en muchos foros y ámbitos, difundiendo un relato antiespañol que el vacío gubernamental no ha sabido contrarrestar. En el acontecer diario más próximo, dos aplazamientos muy recientes sirven de botón de muestra de ese no hacer: uno, la primera reunión prevista entre España y el Reino Unido para estudiar las particularidades del Brexit sobre Gribaltar; otro, la fecha en que Michel Barnier visitará la Moncloa para conocer en persona los planteamientos de España en la mesa negociadora en la que él nos representará. Y queda muy poco tiempo para incorporar nombres nuestros al staff —direcciones generales, gabinetes, etc…— que asumirá la gobernanza europea durante un lustro; en la anterior etapa, eran tres jefaturas de gabinete las desempeñadas por españoles: del propio Juncker, del presidente de la Eurocámara y del comisario Arias Cañete, mientras que ahora —por ahora— solo la de Borrell. Cada pieza perdida en ese organigrama redundará en una merma apreciable de capacidad en defensa de nuestros intereses.

Tajo tiene por delante, desde luego, la nueva Ministra, comenzando por recuperar para el objeto de sus competencias la centralidad que requiere la proyección exterior de España, la buena imagen que merecen economía y sociedad, empresas y creaciones culturales, la democracia avanzada que se ha construido en cuatro intensos decenios. Credenciales profesionales no le faltan, ciertamente, a González Laya. Y tampoco convicción: “España necesita un proyecto de país”, dijo hace poco en RNE, declarándose al tiempo partidaria de “grandes consensos nacionales” sobre los principales desafíos. Ojalá eso fije el rumbo. Manos la obra, en todo caso, sin perder más tiempo.

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