Por M. Carmen Lima Díaz – Profesora Titular de Economía Aplicada – Universidad Pablo de Olavide.
Este post se publicó en el blog La Riqueza de las Regiones de la Asociación Española de Ciencia Regional el 24 de febrero de 2021. Fruto del acuerdo de colaboración entre este blog y el blog de ALDE, cada trimestre reproduciremos en nuestro blog algunos post que, por su temática, también pueden ser interesantes para nuestros asociados.
Casi un lustro nos separa del referéndum que tuvo lugar en junio de 2016 por el que se preguntaba a la ciudadanía si el Reino Unido debía permanecer en la Unión Europea. Las presiones políticas en el partido conservador habían llevado al primer ministro David Cameron a promover la consulta, aún a pesar de que, aunque reconocía la necesidad de una UE reformada, parecía estar claramente a favor de poder impulsarla desde dentro. Sin embargo, una inexplicable dejación en la defensa del sí, junto al manido discurso de los males provenientes de la inmigración y el desaforado ideario soberanista, hicieron de aquella decisión la razón de peso por la que su nombre pasará a la posteridad.
A vueltas con la consulta, la propia pregunta venía acompañada de polémica, propiciando un arduo debate sobre su redacción inicial, pues algunos entendían que incitaba a la permanencia. Tras una modificación por parte de la comisión electoral, se llegó a su versión definitiva: “¿Debe el Reino Unido permanecer como miembro de la Unión Europea o debe abandonar la Unión Europea?” La respuesta planteaba elegir entre: “leave” o “remain”. Dos opciones que, con apenas una diferencia de algo más de un millón de votos, significaron una nueva etapa para el ya debilitado proyecto de integración europeo, que se recuperaba de los efectos en sus cimientos de la crisis financiera, convertida posteriormente en crisis de la deuda soberana para algunos estados; y frente a la que otros habían optado por ponerse de lado.
Era el momento de invocar el flamante artículo 50 del Tratado de la UE, en su versión revisada a partir del Tratado de Lisboa. Nunca antes se había contemplado la desconexión de un socio en la normativa comunitaria. En estos años hemos vivido avances y retrocesos en las negociaciones, extensiones de plazos, y alguna carrera política que agonizaba, véase la de Theresa May, tratando de convocar por cuarta vez la votación parlamentaria del acuerdo de retirada negociado con la UE. Eran sus propios, los que se sintieron ofendidos ante los intentos de propuestas ahora inasumibles para arrancar el voto laborista y tratar de salir del atolladero. Todo aquello bajo la sombría semblanza de un Brexit duro, sin acuerdo, amenazante con llevarnos al abismo de las normas de la Organización Mundial del Comercio (OMC), del que el nuevo primer ministro Boris Johnson no tenía la más mínima reticencia en hablar en su fragor populista. Un big-bang sin precedentes que implicaría la salida del Mercado Único y de la Unión Aduanera sin capacidad de reacción.
Tras el acuerdo de retirada y la declaración política aprobados a finales de enero de 2020, se abría un período transitorio hasta cierre de dicho ejercicio que, debido al impacto de la pandemia por Covid-19, no hizo más que dificultar las ya complejas negociaciones. Los meses pasaban muy rápido por lo desbordante de los inéditos acontecimientos y un inesperado entendimiento llegaba, literalmente, como regalo de Navidad. Es entonces cuando se aprobaba el llamado Acuerdo de Comercio y Cooperación para regular la nueva relación entre ambas partes, entrando en funcionamiento en enero de 2021 de forma provisional, pendiente de la firma y ratificación de ambos actores.
El acuerdo se forja en un documento extenso, farragosamente técnico en algunos aspectos y deliberadamente inconcluso en otros. No obstante, el haber alcanzado una salida negociada no ha eximido de cambios drásticos y es que el batallado abandono del Reino Unido de las famosas cuatro libertades de circulación con la UE (bienes y servicios, personas y capitales) parece haber adolecido de un riguroso y sosegado estudio de pros y contras.
Y si bien es cierto que el acuerdo viene acompañado de un amplio marco regulador en ámbitos económicos, sociales, medioambientales y pesqueros, un compromiso de cooperación policial, judicial-penal, incorporando protocolos especiales de seguridad ciudadana o fórmulas de gobernanza para la resolución conflictos; no cabe duda de que el nuevo escenario va a afectar a empresas, ciudadanos y administraciones con reglas de origen, inspecciones y controles en aduanas, dificultades para la prestación de servicios, supresión de pasaportes financieros, visados, régimen trasfronterizo de personas, …que no implicarán necesariamente costes arancelarios debido a su ambiciosa zona de libre comercio, pero sí tiempos de espera y desincentivos burocráticos que ya estamos viviendo. En ese sentido, la UE se mantiene tajante en su argumentario: la nueva relación no podrá, ni por asomo, parecerse al nivel previo de cooperación. Recuperar el control, término recurrentemente usado al otro lado del continente, tiene un precio.
Paradójicamente, las más de mil páginas que regulan el divorcio, abocan de manera irremediable a entenderse, a seguir manteniendo una relación pasados los períodos transitorios. Quedan por definir memorandos de entendimiento, pudiendo depender algunos de decisiones unilaterales de la UE. En definitiva, toma forma una gran pesadilla para los más acérrimos brexiters, pero era de esperar y pudiera garantizar cierta salvaguarda según el parecer de los más cabales. Son numerosas las brechas abiertas, algunas sorprendentes, como la inconcreción del acuerdo en cuanto a las llamadas equivalencias en el sector financiero que tanto preocupan a la city, ya que sólo se podrán proveer determinados servicios financieros en la UE sin necesidad de abrir sucursales, si se reconoce una suerte de identidad legislativa, cuestión a decidir por la Comisión Europea, por tiempo limitado y carácter revocable. Esto ya ha generado una bajada de actividad en dichos mercados y la relocalización de empresas en el continente, con la consecuente preocupación actual del gobierno británico.
Por el contrario, en otros ámbitos de menor peso económico como el pesquero, se han mantenido airados pulsos soberanistas, arrancando un ajuste de las capturas de la UE en un período de cinco años para pasar a una posterior negociación anual. En estos momentos el sector está siendo apoyado con ayudas financieras ante las trabas administrativas que están afectando a sus exportaciones a la UE, emergiendo de nuevo el infravalorado impacto de las barreras no arancelarias y su incidencia sobre la competitividad.
A algunas cuestiones se les ha dado una marca británica propia, como el proyecto Turing, en sustitución del Erasmus, al objeto de tratar de mantener el atractivo de sus universidades. No obstante, en lo que al ámbito investigador se refiere, el acuerdo recoge finalmente la participación de Reino Unido en algunos programas como Horizonte Europa con cargo a una contribución financiera especial por su parte al presupuesto 2021-27. Por el contrario, desaparece su colaboración en Galileo, el sistema global de navegación por satélite y tampoco participará en los mayores paquetes de estímulo de la historia de la UE, con iniciativas como NextGenerationEU, el instrumento financiero temporal para la recuperación económica y social ante los daños causados por la pandemia o Sure, para tratar de atenuar el riesgo de desempleo.
Varias son las cuestiones de enjundia que quedan por desgranar: la controvertida situación de Escocia en su lucha por volver a la UE de la que nunca quiso salir, el caso diferencial de Gibraltar que en un primer período pasa a ser Espacio Schengen, rigiéndose por acuerdos separados que requerirán la aprobación de España, o las fricciones derivadas de la compleja situación de Irlanda del Norte dentro de la Unión Aduanera y el Mercado Interior para evitar una frontera dura con la República de Irlanda. Ya hay voces que piden revisiones en el protocolo para poder aplicar soluciones a los primeros problemas detectados.
El Reino Unido siempre ha sabido hacer lectura nacional de sus compromisos dentro de la Unión Europea. Muestra de ello eran las numerosas prebendas que había conseguido, que lo erigían en una ventajosa posición de socio, y que hacían difícil entender su obstinada pretensión de desconexión. Prueba de ello eran el beneficioso ajuste en su aportación final al presupuesto comunitario (el llamado cheque británico de la administración Thatcher), la cláusula de exclusión de la Unión Monetaria en el Tratado de la UE (manteniendo así su soberanía monetaria) o una particular interpretación de los compromisos de libre circulación de personas de Schengen (que le permitía ciertas reservas de controles en frontera). Tampoco cabe duda de que tiene capacidad de presión, por la fortaleza de su economía y por la confianza depositada en la libra esterlina.
Tampoco es cuestionable que la UE, ha mostrado músculo al conseguir llevar las negociaciones a un marco global, que le permite jugar con estrategias y bloqueos en un ámbito, cuando la negociación en otro tenga visos de enquistamiento. Acostumbrada a remontar duros golpes como la fallida constitución europea, ha sabido moverse con denostada habilidad transitando desde una compleja posición de cuestionamiento del proyecto de integración europeo y riesgo de efecto llamada, hasta una situación propiciada por la coyuntura actual, de reforzamiento del europeísmo.
Evidentemente, quedan muchos frentes abiertos y las asimetrías iniciales podrían entenderse en clave positivista como ajustes propios del corto plazo. En el medio y largo plazo, las negociaciones que aún quedan pendientes y aquellas que deben ser perfiladas, el posicionamiento en términos de competencia y mercados, la consolidación de nuevos acuerdos ya suscritos por Reino Unido con otros bloques comerciales (y en especial el esperado con EEUU) y el propio desempeño de ambas economías en la salida del presente contexto económico recesivo; tendrán mucho que aportar en aras del balance final. Es momento de transformaciones estructurales, de pensar a lo grande, de revertir la coyuntura entendiendo la crisis en clave de cambio y oportunidad. A la luz de las decisiones tomadas hasta el momento, la recuperación parece venir de la mano de medidas keynesianas, de planes de recuperación que difieren mucho de la posición de austeridad tomada en el anterior shock adverso. Se vislumbra un escenario geoestratégico ante el que ambas potencias se están preparando y en el que están predestinadas a entenderse.