La crisis de la COVID-19 está causando grandes pérdidas de bienestar. Por un lado, las cifras de fallecidos marcan un antes y un después en la evolución de nuestras sociedades. Por otro, la crisis sanitaria está intrínsecamente ligada a un profundo deterioro económico para el que no se vislumbra una rápida recuperación. Como han empezado a mostrar algunos estudios, una consecuencia inmediata es el ensanchamiento de las diferencias de renta entre los hogares, debido, principalmente, a una distribución muy desigual de la pérdida de horas trabajadas.

Otras desigualdades que la crisis ha dejado al descubierto son las relacionadas con la vivienda. Cuando la mayoría de los países europeos, aunque con diferente intensidad, decidieron confinar a la población se activó, de forma automática, una forma de desigualdad ligada a las diferencias en las condiciones de este bien básico. Frente al mensaje de la OMS de que la vivienda es el principal escudo protector frente a la COVID-19, un porcentaje no desdeñable de las existentes en los países ricos no reúnen las condiciones necesarias para cumplir esa función.

Las deficiencias estructurales en la vivienda pueden exacerbar, además, los problemas de salud que se supone que deben prevenir. Un informe reciente realizado para el Reino Unido por Public Health England muestra que los problemas de hacinamiento, humedades o las dificultades para mantener la vivienda en condiciones adecuadas pueden dar lugar a enfermedades respiratorias y cardiovasculares. Algunos trabajos muestran también que los efectos del confinamiento sobre los problemas de salud mental se ampliaron en mayor medida en los hogares con peores condiciones de la vivienda.

La vivienda es un derecho protegido constitucionalmente, esencial para poder llevar una vida digna. La pandemia, sin embargo, ha revelado la magnitud del problema de las personas sin hogar y de las que viven en lugares poco salubres y dignos. Problemas relacionados con deficiencias estructurales o con un mantenimiento inadecuado, como las humedades y las goteras, o la escasez de luz natural, afectan a amplios segmentos de la población española. También son numerosas las situaciones de hacinamiento, con más de 2.200.000 personas que viven en viviendas sin el número de habitaciones requeridas para proporcionar el espacio vital suficiente. Antes de que la pandemia empezara, España estaba entre los siete países de la UE con menor confort térmico. Destaca, además, del caso español la mayor relación entre esta forma de pobreza y los cambios de ciclo económico, por lo que es fácil anticipar el impacto de la pandemia en la pobreza energética, a pesar de las medidas puestas en marcha para garantizar los suministros básicos.

Cuando se combinan los indicadores básicos que proporciona Eurostat de condiciones de la vivienda, espacio, dotación tecnológica, entorno y estrés económico asociado a la vivienda, casi quince de cada cien hogares en España están en situación de privación, una cifra que solo es peor en seis países de la UE-28.

Al problema de las condiciones de la vivienda se añade el de las dificultades de acceso. La relación entre el precio de la vivienda y la renta disponible media de los hogares españoles no ha dejado de crecer desde 2015 y ha seguido haciéndolo en la pandemia. Por otra parte, el mercado de alquiler fue una modalidad en la que muchas familias se refugiaron tras la gran recesión, cuando se hizo más difícil obtener préstamos, pero los precios registraron subidas importantes. Justo antes del inicio de la COVID-19, más de una quinta parte de la población vivía en hogares sobrecargados por el coste de la vivienda.

Esta acumulación de problemas ha llevado al primer plano del debate político las dificultades para garantizar el acceso a un bien tan básico. La mayoría de los países de la UE cuentan con algún tipo de subsidio para que las familias con menor renta puedan hacer frente a los gastos de mantenimiento o acceso. Son muy acusadas, sin embargo, las diferencias en la inversión de recursos públicos y en la evolución de este gasto, que en España es menos de la mitad de la media de la UE-28 y que disminuyó, además, a diferencia de la mayoría de los países europeos, durante la última crisis.

Los decisores públicos han puesto el foco, recientemente, en el control de los precios de los alquileres, siguiendo la estela de algunas ciudades europeas, con su introducción en algunos ayuntamientos españoles y su consideración por parte del gobierno central dentro de la anunciada futura Ley de Vivienda. Aunque no parece que este mercado tienda a autorregularse con tanta facilidad como suele proclamar el sector privado para rechazar los controles de precios, no hay que minimizar la posible reducción de la oferta o el hecho de que los propietarios decidieran mantener los pisos en condiciones de peor calidad, al no poder recuperar a través del precio los costes de mantenimiento. Hay que tener en cuenta también que hay en él una presencia muy alta de pequeños propietarios y que el efecto, como muestra la evidencia para otros países, puede no resultar progresivo, además de impulsar otros mercados, como el de los pisos turísticos, que en algunas grandes ciudades han encarecido el alquiler.

Parece conveniente, por tanto, explorar otras actuaciones dirigidas a aumentar la oferta. Del análisis comparado destaca el alcance mucho más limitado de la proporción de vivienda protegida en alquiler en España. Desde mediados de los años ochenta, la vivienda protegida ha ido reduciendo su peso sobre el total, especialmente la de nueva construcción, que ha bajado en los últimos años del 10 por ciento, y con un alcance mucho menor de la destinada al alquiler. Pese a los costes que puede tener el aumento del parque de vivienda social en alquiler, para lo que habría que potenciar la colaboración público-privada, parece que este debería ser uno de los ejes de referencia para suavizar el desajuste en el mercado de vivienda en alquiler y, con ello, las desigualdades de acceso a un bien tan básico.

Publicado en El País, 29-XI-2020

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