La sostenibilidad de la recuperación de la economía española depende en gran medida de que las exportaciones mantengan la firmeza que las convirtió en uno de los factores determinantes del abandono de la recesión. También han sido cruciales, como es lógico, para que el sector exterior dejara de drenar posibilidades de crecimiento como lo hizo hasta bien entrada la crisis. La continuidad de su dinamismo no está, sin embargo, garantizada.

No les falta razón a quienes consideran que si los propulsores externos – el abaratamiento de las materias primas, la política monetaria expansiva y la consiguiente depreciación del euro- se debilitaran, o los salarios españoles repuntaran, el sector exterior volvería a convertirse en un problema. Quizás no tanto como lo fue en los años de expansión del crecimiento previos a 2007, dado que parte del aumento en la propensión exportadora – la ampliación del censo de empresas vendedoras al exterior, la diversificación de bienes y destinos de las exportaciones- observada durante los últimos años ha podido arraigar. Pero también es fácil convenir que en ausencia de mejoras en la composición tecnológica de las exportaciones de bienes, las vulnerabilidades volverían a ponerse de manifiesto.

En estos últimos años el esfuerzo inversor por mejorar el capital tecnológico no se ha puesto de manifiesto. Acabamos de conocer los datos del INE sobre la inversión en I+D en el pasado año. Han vuelto a ser decepcionantes: el 1,24% del PIB es inferior al de 2013, mucho más que las asignaciones de otras economías avanzadas, e incluso de algunas emergentes. Y en esas condiciones es difícil sostener crecimientos de las exportaciones y contención de las importaciones a medio y largo plazo como sería necesario. En mayor medida cuando la observación de lo que está ocurriendo en la industria global subraya más que nunca la importancia de la dotación tecnológica.

La creciente extensión de la digitalización resume gran parte de esas tendencias. Puede sonar algo exagerado, pero ya se habla de la “cuarta revolución industrial”, para caracterizar al conjunto de transformaciones asociadas a la digitalización del sector manufacturero. “Industria 4.0” o “Industria inteligente” son denominaciones alternativas para describir esa misma tendencia de extensión de la digitalización en las manufacturas. Una verdadera transformación del sector de la que quedar rezagado en su asimilación puede significar la exclusión.

Se trata de una nueva fase en la extensión de las tecnologías de la información y de la comunicación (TIC). De la explotación innovadora de ese binomio fundamental constituido por el cumplimiento de la Ley de Moore -el aumento de la capacidad de computación- y de la Ley de Metcalfe – la extensión de las redes, y más concretamente de la conectividad- que siguen amparando las transformaciones económicas propiciadoras de ganancias de productividad y, desde luego, de fortalecimiento de la adecuación a la demanda. Están en lo cierto quienes tras la extensión de la digitalización en la actividad empresarial anticipan una nueva fase competitiva, de extensión verdaderamente global y, con ello, una suerte de aceleración en las tensiones darwinistas en algunos sectores, con potenciales alteraciones en los liderazgos industriales.

La transformación más explícita en las manufacturas es la mutación de productos convencionales en servicios. La combinación de buenos productos con la oferta de servicios digitales asociados. Un número creciente de manufacturas se encuentran conectadas inalámbricamente, generando datos que a su vez nutren nuevos servicios. El valor asociado a estos puede llegar a ser superior al de los productos originales. Es una de las consecuencias del “internet (en este caso industrial) de las cosas”. En algunas de las notas técnicas elaboradas para ADEI (http://observatorioadei.es/), las amparadas bajo el enunciado de “Digitalización y sectores productivos en España”, se reflejan avances y el potencial en distintos sectores – agroalimentaria, automoción, medios de comunicación, comercio minorista, turismo- esenciales en la industria española para que sus producciones sean más “inteligentes”. La transversabilidiad de la digitalización, su impacto en todos los sectores productivos y en todos los subsistemas empresariales son evidentes. Como lo es la generación de nuevos modelos de negocio o, en definitiva, la contribución a la regeneración empresarial mediante la aceleración de la “destrucción creativa” o el aumento de la competitividad. Convertir la disposición de esas ventajas en prioridad es una condición necesaria para la supervivencia de la base industrial de cualquier economía. En el caso español, la importancia del sector de la automoción, por ejemplo, obliga a tomarse en serio esa intensificación digital.

Un contraste internacional de la extensión de la digitalización en nuestra industria lo proporciona el DESI (Digital Economy and Society Index), un índice compuesto que reúne indicadores considerados relevantes sobre la inserción en la digitalización competitiva. Son cinco las dimensiones que incorpora: conectividad, capital humano, uso de internet, integración de tecnología digital y servicios públicos digitales.

Al igual que ocurre con otros indicadores que miden la inserción en la economía del conocimiento, la clasificación está encabezada por las economías nórdicas. España ocupa la posición 14ª, con puestos más rezagados en conectividad y capital humano. La primera mide el despliegue de infraestructuras de banda ancha y su calidad. El factor más específico de “Integración de la tecnología digital” mide la digitalización de la actividad empresarial así como su explotación en el canal comercial. Se trata de una condición para aumentar la eficiencia agregada, para conectar mejor con los clientes y colaboradores. El último factor constitutivo de ese índice, pero no el menos importante, es la existencia de servicios públicos digitales que además de eficiencia aportan servicios adecuados a los ciudadanos. A la verificación de que son las economías más avanzadas de Europa las que encabezan todos esos indicadores se añade la del avance de economías menos desarrolladas que la nuestra, con vocación de asumir localizaciones de industrias pujantes.

Son indicadores complementarios de otros igual de relevantes como los que incorpora el “Doing Business”, en el que España aparece todavía en la posición 33ª en la última edición. De este se ha hecho una edición especial para las Comunidades Autónomas españolas. Este estudio particulariza la constitución y puesta en marcha de las empresas en el sector industrial y los resultados no son precisamente alentadores. La dispersión territorial de resultados es en cierta medida tranquilizadora: significa que no existe una maldición específica sobre la economía española que obligue, por ejemplo, a retrasar la creación de empresa. Algunas Comunidades Autónomas han conseguido agilizar los trámites y la duración para constituir una empresa, demostrando que es posible si la voluntad política acompaña.

Son esas actuaciones, las orientadas a facilitar la natalidad empresarial, pero también a garantizar la supervivencia exitosa mediante la asimilación de dotaciones tecnológicas necesarias, las que han de confirmar la mejora del dichoso patrón de crecimiento de la economía española. No se trata de cambiar ningún modelo, ni siquiera la estructura sectorial de la producción española, sino de facilitar que la generación de ganancias de productividad se ampare en ventajas competitivas adicionales al coste de factores circunstancialmente reducidos. Se trata, en definitiva, de observar las mejores prácticas en economías de nuestro entorno, donde la capacidad para competir globalmente es compatible con la distribución razonable de la renta. Ambos elementos, producción más eficiente, más intensiva en tecnología y menor desigualdad, son hoy condiciones básicas para la estabilidad y cohesión en las modernas economías.

(Diario El País 20/12/2015)

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