Una de las claves en el debate sobre el impacto de la pandemia en nuestro país es la insuficiencia de los recursos asignados al sistema sanitario público. La distancia respecto a los países europeos con mayor renta ha crecido en los últimos años. Desde la crisis de 2008, las necesidades de reforma del sistema se fueron subordinando a límites presupuestarios crecientes. Algunos gobiernos autonómicos optaron, además, por una estrategia de progresiva privatización, con un crecimiento de la inversión financiada en sanidad privada muy superior al de la pública.

El shock de la pandemia obliga, inevitablemente, a revisar estas estrategias y a aumentar los recursos invertidos en el sistema. La COVID-19 va a suponer la ampliación de las necesidades de gasto durante un largo período, difícil de estimar, siendo necesaria una mayor dotación de capital físico y humano, la implementación de nuevas tecnologías que mejoren la trazabilidad de los pacientes, el desarrollo de ensayos clínicos sólidos que consigan la incorporación de nuevos tratamientos, la compra de los suministros apropiados y, cuando estén disponibles, las vacunas.

El consenso sobre la necesidad de aumentar el nivel actual del gasto es muy amplio. Según el último Barómetro del CIS, casi nueve de cada diez entrevistados declaran que se deberían dedicar más recursos económicos a la sanidad. Esta ha saltado a la agenda política como nunca lo había hecho. La evolución de la economía y la ansiada recuperación dependen en enorme medida de ella. Solo si somos capaces de evitar que se multipliquen los brotes infecciosos, la economía podrá recuperarse de forma más rápida y mejor.

La urgencia del incremento del gasto público sanitario no evita plantear tres cuestiones fundamentales: ¿Cuáles son las posibilidades reales de financiación? ¿Cuáles son sus efectos económicos? ¿Cómo diseñar ese gasto para que realmente mejore los resultados en salud? La primera de esas preguntas excede las posibilidades de esta tribuna, pero en ningún caso es ociosa. Es difícil imaginar grandes aumentos del gasto sin cambios en los ingresos públicos. Pese a los efectos negativos que pueden tener las subidas de impuestos en fases recesivas tan agudas como la actual, la bajada de ingresos públicos puede ser tan dramática que, probablemente, será necesario aumentar los tipos y, sobre todo, ampliar las bases de los principales impuestos con criterios de progresividad.

La segunda pregunta es relevante por varias razones. La salud tiene un valor en sí misma como un componente básico del bienestar, pero su promoción en un contexto como el actual se justifica también por su capacidad para impulsar el crecimiento económico. El gasto sanitario puede ser un multiplicador relevante, con importantes efectos sobre la creación de empleo. Transformando el eslogan que algunos políticos esgrimieron hace años de la sanidad pública como una “oportunidad de negocio”, su refuerzo puede ser una oportunidad para el crecimiento colectivo.

Es conocido que las soluciones estrictamente privadas a la demanda de aseguramiento sanitario son insuficientes en la cobertura ofrecida a las situaciones de mayor necesidad y son ineficientes, entre otras razones, por los problemas de información imperfecta. Menos concluyente es la evidencia sobre los efectos del gasto sanitario público sobre el crecimiento económico. En las dos últimas décadas, las posiciones de las grandes instituciones internacionales no se han acercado. Mientras que la OMS (Macroeconomics and Health) mantiene que la salud es un input relevante para la productividad de los factores y tiene, por tanto, un impacto positivo sobre el crecimiento económico, el FMI y el Banco Mundial (Health Investments and Economic Growth) consideran la sanidad más como un gasto, con un efecto multiplicador limitado, que como una inversión.

La mejora del estado de salud de la población puede afectar directamente al crecimiento económico al aumentar el capital humano, la productividad y el nivel de ahorro, e indirectamente a través de distintos canales, como el efecto positivo sobre la educación y el desarrollo cognitivo, así como otras externalidades. Son abundantes, sin embargo, los retos que todavía impone la estimación de estas relaciones y el debate sobre la dirección de la causalidad no está cerrado. Aun así, los avances más recientes en esta línea de estudio sugieren, en general, que la mejora de la salud favorece el crecimiento económico, con un alto retorno social, por tanto, de los recursos dedicados a los sistemas públicos nacionales.

Este retorno social puede ser extraordinariamente elevado en las circunstancias actuales. En el corto plazo, el aumento de los fondos dedicados a la detección de contagios y el rastreo de contactos tiene una enorme rentabilidad económica, porque puede evitar nuevos confinamientos y restricciones, como las que ya se están empezando a producir, por brotes incontrolados del virus. En el medio y largo plazo, hay otras líneas estratégicas en las que una mayor dotación de recursos podría favorecer el crecimiento económico. La investigación biomédica, por ejemplo, genera un gran valor añadido, incorpora una alta dotación de capital humano y puede ser una potente palanca de transformación del modelo productivo.

Una última consideración es que el gasto sanitario no es necesariamente eficaz en sí mismo. La evidencia comparada revela que su efecto sobre la salud depende crucialmente de la calidad de las instituciones sanitarias. En el caso de España, hay un amplio consenso en la identificación de los problemas del sistema de salud. Hay que aumentar los recursos en sanidad, pero sobre todo allí donde los beneficios superan más el esfuerzo económico. Se deben evitar los agujeros de despilfarro y las decisiones no enfocadas a generar salud, que son aquellas no basadas en la evidencia y sin criterios técnicos. El margen de mejora es amplio en varias dimensiones, como el necesario refuerzo de la atención primaria, base de los sistemas de salud más eficientes, el cuidado y la mejora de los recursos humanos, lo más valioso de nuestro sistema de salud, que esperan no solo reconocimiento sino herramientas e incentivos, un cambio drástico hacia una gestión mucho más profesionalizada y una progresiva orientación hacia un sistema que aporte mayor valor social.

Publicado en El País el 27 de julio de 2020

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