Durante la pandemia, pronto aprendimos que la probabilidad individual de éxito, evitando la enfermedad, dependía del comportamiento de nuestros conciudadanos. Pero, tras doblegar la curva de fallecidos, nuestro bienestar personal sigue vinculado a la robustez de los lazos sociales. De esta forma, la probabilidad individual de disfrutar de un generoso estado del bienestar depende del cumplimiento fiscal de nuestros vecinos, o la de regresar ileso de un trayecto en coche depende del respeto a las normas de seguridad vial de los demás conductores. Por ello, debemos construir espacios de convivencia que favorezcan las virtudes cívicas y la acumulación de capital social, entendido como red de relaciones ciudadanas, superando fracturas sociales, como la desigualdad de renta. Por ello, el filósofo Michael J. Sandel, referente en esta corriente, especuló con la utilidad del servicio militar obligatorio.
Afortunadamente, en España, la Universidad pública puede ser una alternativa más aceptable electoralmente y con mayor retorno social. De hecho, en las últimas décadas, con la multiplicación de sus estudiantes y la abolición de “la mili”, ha sido el principal hábitat en el que conviven personas de diferentes estratos sociales y donde se han formado nuestras élites políticas. Los alumnos de las universidades públicas han compartido aulas con los siete presidentes de gobierno y los dos jefes de estado de la actual democracia.
Como las farmacias, las universidades públicas han actuado como verdaderos oligopolios geográficos, con un hinterland próximo cuasi cautivo en el que captar al alumnado. Si la universidad pública cercana no generaba suficiente confianza en las elites locales, éstas mandaban sus vástagos a otras provincias, pero generalmente sin salir del sistema público.
Esta dinámica se está rompiendo. La reciente multiplicación de las universidades privadas ofrece una alternativa de elección. De hecho, a similar calidad percibida entre ambas categorías de universidades, elegir la privada podría ser la opción que maximice la probabilidad de éxito profesional futuro de la progenie. Cómo demostró la socióloga Judith Rich Harris, la limitada influencia directa de los padres en la educación, más allá de la genética, se compensaría por el alto impacto del entorno no familiar, en el que destacan los compañeros y amigos. Desde su formulación, diferentes trabajos parecen corroborar esta tesis. Como el reciente del economista Raj Chetty, que, con la información de 70 millones de perfiles de Facebook, demuestra que el éxito profesional está correlacionado positivamente con el nivel de renta de los compañeros de pupitre.
A similar calidad percibida, el futuro del sistema universitario podría ser trasunto del presente de la educación preuniversitaria, con una definida segregación entre la pública y la concertada/privada dónde, más allá de los criterios académicos, en no pocas ocasiones, los progenitores tienen en cuenta los lazos sociales a la hora de seleccionar su escuela
Un ejemplo más de lo que se conoce como white flight, el vuelo de los blancos, que implica la huida del grupo social preponderante, con rentas medias y altas, de un sistema educativo, generalmente público, al incrementarse el número de ciudadanos de rentas bajas que acceden al mismo, incluyendo inmigrantes y personas de la etnia no dominante. Concepto que se acuñó para describir la progresiva salida de las familias blancas estadounidenses de las escuelas públicas tras el final de la segregación racial.
Si esta tendencia prospera, las universidades privadas se convertirán en un caladero óptimo en el que las grandes multinacionales y empresas del IBEX reclutarán a sus futuros ejecutivos, alimentando un círculo virtuoso para las privadas y vicioso para las públicas.
Esta predicción se dificultaría multiplicando las exigencias académicas de las universidades privadas. Aunque limitar la implantación de universidades es una decisión cuestionable para un país cuyo gasto en I+D total, público más privado, sobre el PIB es significativamente inferior tanto a la media de la OCDE, como de la Unión Europa. Además, surgiría el dilema moral de qué hacer con aquellas facultades, incluso universidades públicas que no cumplieran con esos criterios adicionales que se exigieran a las privadas.
Una estrategia más recomendable sería evitar que se cumpla el supuesto de partida, “a similar calidad percibida entre ambas categorías de universidades”. La Universidad pública debe ser de mejor calidad que la privada, el empate acabaría llevando derrota. Además, esa superior calidad debe percibirse nítidamente por la sociedad. Para lo que es necesario un evaluador independiente e internacionalmente aceptado, cuyo mejor candidato podría ser el Ranking Académico de las Universidades del Mundo (ARWU por sus siglas en inglés), comúnmente conocido como el Ranking de Shanghái, por la procedencia de sus creadores.
ARWU se basa en criterios de producción científica, en los que la sobreponderación del presupuesto de I+D público español frente al privado, claramente superior a la media de la Unión Europea, sesga el posicionamiento a favor de las Universidades públicas, como actualmente ya sucede, y, en cambio, no considera factores como la empleabilidad, en la que es probable el cambio de marea, antes expuesto, a favor de las privadas.
Un buen ranking no es un fetiche mágico, sino que debe ser, y en este caso lo es, un certero indicador de las dinámicas de excelencia que se dan en las universidades top. Templos laicos monoteístas, que únicamente deben consagrarse al conocimiento, concretamente a su producción, enseñanza y transferencia a la sociedad.
Para prevenir el probable white flight, se debería volver a intentar mejorar el posicionamiento de nuestras Universidades públicas en ARWU, especialmente en su primer cuartil, lo que equivaldría, laxamente, a los 300 primeros puestos. El margen de mejora es amplio, si nos comparamos con países de nuestro entorno, como Italia o Francia. Pero evitando programas parciales, como el decadente, sino ya fallido, de los Campus de Excelencia Internacional. Hace falta una reforma integral de los sistemas de incentivos, desde los criterios de reparto de la financiación universitaria, hasta los que definen la propia carrera académica. Tras un periodo de adaptación, deberían quedar alineados con las métricas internacionales sobre producción de ciencia competitiva, tanto las a priori (de la revista), como las a posteriori (del artículo) aumentando el peso de las partidas no consolidables. Hay que repensar el mapa de titulaciones bajo criterios de demanda, pero también de capacidad de oferta. El ejemplo de las facultades de veterinaria nos demuestra que a veces menos, es más. Estas facultades sólo están presente en diez universidades públicas (y seis privadas), pero esta concentración de esfuerzos ha conseguido que las diez se encuentran entre las 300 mejores del mundo según el ARWU específico de esta disciplina, incluso siete de las diez se situarían entre las 100 mejores del mundo (https://www.shanghairanking.com/rankings/gras/2022/RS0304).
Se debe encontrar una gobernanza que combine la democracia entre la comunidad universitaria, con meritocracia profesional y noocracia curricular, y, de forma prioritaria, minimizar la burocracia universitaria, certero ejemplo de lo que el antropólogo David Graeber denomino bullshit jobs, sobra la traducción. Pedir un proyecto competitivo, solicitar una acreditación o un sexenio no debe obligar a mermar la producción de ciencia o la transferencia durante semanas o, incluso, meses o, menos aún, una tarea que en no pocas ocasiones obligue a un profesor a contratar una empresa para que la ayude en la misma.
Cambios que habría que mantener a largo plazo, ya que la ciencia es un cultivo de maduración tardía. Lo que exige de un acuerdo previo de los dos principales partidos, que evitara la tradicional dinámica de reformas y contra-reformas, tras cambiar el color del gobierno, que contribuyó al declive de los citados Campus de Excelencia Internacional. Entre los que no es infrecuente encontrar zombies y catatónicos.
El objetivo de mejora escalar en ARWU lleva implícito un verdadero proyecto de país o, usando el enfoque de la economista Mariana Mazzucato, una ambiciosa misión para un estado emprendedor. Supone incrementar la internacionalización de nuestra investigación, multiplicando su cantidad y calidad, conjurando, más allá de la habitual retórica, el desafortunado que “inventen ellos” de Unamuno.
Desafortunada expresión que podría ayudar a explicar cómo es posible qué haga más de 60 años que ningún graduado en España gana un Nobel en cualquier disciplina científica, y, si exigiéramos que haya desarrollado su carrera investigadora en nuestras universidades, tendríamos que retrotraernos más de un siglo, a 1906. Muy lejos de los logros de países de similar tamaño población y parecido nivel de renta. Por ejemplo, Italia, que con un porcentaje en Gasto público en I+D sobre el PIB inferior a España, consigue unos resultados incomparablemente mejores a los de nuestro sistema universitario en estos galardones.
Mientras debatimos la nueva Ley de Universidades, confortables aviones privados ya están en pista esperando a sus pudientes pasajeros.