Se despide el año dejando para el que viene una nutrida relación de tareas. Deberes para hacer, y algunos con plazos perentorios. Parecía hace doce meses que 2019, además de acoger aniversarios “redondos” de acontecimientos que han marcado la historia europea de todo el siglo XX, aportaría los días suficientes para desbloquear situaciones antes enquistadas. Entre aquellos, el centenario del Tratado de Versalles, los ochenta años del comienzo de la II Guerra Mundial, o los treinta de la caída del Muro de Berlín. A su vez, la previsión era que, tras casi dos años previos de tiras y aflojas, al término del primer trimestre de 2019 (29 de marzo) se acordaran y ratificaran las condiciones de salida del Reino Unido; también que, después de las elecciones parlamentarias de mayo, la nueva Comisión quedara pronto formada, comenzando a correr el reloj para su trabajo mediado el otoño (1 de noviembre). Así, 2019, año de pertinentes conmemoraciones, marcaría un punto descollante en la trayectoria de la UE.

Pero como los cometidos asignados a 2019 solo se han podido cumplir a medias, el próximo año arrancará con un buen fardo a sus espaldas. Por una parte, el Brexit. Prorrogada en dos ocasiones la fecha inicialmente fijada, será el 31 de enero de 2020 cuando la decisión de salir del club, ya ratificada por Westminster, se haga efectiva, abriéndose entonces la fase de negociaciones para acordar los términos de la futura relación (¡no solo comercial!). Un empeño que requerirá toda la máxima intensidad. El plazo establecido para realizarlo terminará, si no se solicita ampliarlo, con el año, es decir, se dispondrá solo de once meses. Un tiempo casi ridículamente escaso dada la experiencia reciente que aportan los tratados de libre comercio firmados por la UE con Canadá, Japón o Singapur, que tardaron entre siete y diez años en estar listos para la firma. Ardua tarea: el hasta ahora socio negociará como competidor potencial, y el hasta ayer amigo amagará ser rival (con la inestimable ayuda de Trump, démoslo por supuesto).

Por su parte, la Comisión, al retrasar su puesta a punto, también va a volcar sobre la primera mitad de 2020 parte del trabajo obligado. La demora, en este caso, ha obedecido a una buena razón: el exigente examen —competencia y compatibilidad, ¡las dos cosas!— al que ha sometido el Parlamento europeo a las personas designadas por los distintos Estados para integrar el Colegio de comisarios. El resultado, como fuere, ha sido perder largas semanas en echar a andar.

Tal vez eso ha contribuido a la apuesta apremiante que el nuevo Ejecutivo de Ursula von der Leyen se ha dado para poner las bases de las políticas a desarrollar en el próximo quinquenio, comprometiéndose a presentar un plan de acción detallado en sus primeros 100 días. Una tarea que también requerirá máximo esfuerzo, pues los objetivos propuestos son producto de una gran ambición. La ambición que confesó quien preside la Comisión al dirigirse el pasado 27 de noviembre al pleno del Europarlamento: “si hacemos bien nuestro trabajo, la Europa de 2050 será el primer continente neutral en emisiones de carbono, una potencia en el ámbito digital, la economía que mejor hará para equilibrar mercados y aspectos sociales, y a la cabeza de la resolución de problemas a nivel mundial”. Que así sea.

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