Nada nuevo hay bajo el sol, sí, pero con matices. La contemplación, con algo de perspectiva, de lo que acontece en la Unión Europea avala expresarse así.
La crisis de Chipre no ha hecho sino evidenciar con especial nitidez problemas ya conocidos, que arrancan del diseño defectuoso del euro —una creación política antes que económica, que no podrá tener una vida saludable sin unión bancaria y avances sustanciales en la unión fiscal—, y sigue por un incesante debilitamiento institucional desde hace al menos una década, ganando lo intergubernamental en desmedro de lo comunitario. No solo se trata de una pésima gestión puntual; es todo un entramado institucional lo que está cuestionándose. De ahí las multiplicadas muestras de “eurodesencanto” y en toda suerte de versiones, desde los contumaces euroescépticos ingleses hasta el movimiento de Beppe Grillo, desde los airados manifestantes griegos hasta el partido anti-euro alemán, Alternative für Deutschland, de creciente expectativa electoral. Doble riesgo para Europa: perder el euro y perder a los ciudadanos. Una situación ciertamente compleja, por decirlo con un eufemismo.
No es la primera vez, sin embargo, que la construcción de una Europa unida se ha enfrentado a amenazas graves de parálisis o de retroceso. Los años sesenta, que en la distancia tendemos a idealizar, estuvieron todos mediatizados por el veto francés a la integración del Reino Unido; luego, a caballo de los decenios de 1970 y 1980, cuando el crecimiento no despegaba, se destruía empleo y los productos europeos perdían cuota en el mercado mundial, fue la “euroesclerosis” el tema dominante; más tarde, ya en la etapa Delors, la Comisión tendría que recurrir al Informe Cecchini (El coste de la no-Europa) para ganar voluntades a favor del establecimiento del mercado único; en fin, ahí está, bien reciente todavía, el bloqueo institucional de la Unión provocado por el rechazo francés y holandés al proyecto de Constitución. La historia de la UE no describe, desde luego, una línea recta sin altibajos ni vacilaciones, pero es una historia que ha ido sumando avances aunque haya sido a trancas y barrancas. Debe tenerse muy en cuenta para valorar lo que hoy ocurre.
Dos elementos nuevos aportan, en todo caso, una nota propia a la tesitura presente. Uno es el componente generacional de la crisis: nunca como ahora el paro y los contratos precarios de trabajo habían afectado a tan alto porcentaje de jóvenes europeos, jóvenes que además, por biografía vital, no tienen por qué compartir los anhelos —la mística, si se quiere— de las fases fundacionales de la unión continental, siendo consecuentemente entre ellos donde más rápidamente se extienden actitudes y sentimientos de desapego, de desconfianza. El segundo elemento novedoso no es otro que el euro, la zona euro, material altamente inflamable, como estamos viendo, con capacidad mucho mayor que cualquier otro componente de la UE para dinamitar una gran parte de lo mucho construido en los últimos sesenta años.
El ejercicio de comparación siempre es conveniente. Permite relativizar, no para quitar hierro a lo que sucede, pero sí para combatir, cuando menos, el tremendismo, que nunca ayuda.
Sr. García Delgado, su observación es certera y, como usted bien dice, sin duda necesaria. La perspectiva histórica es siempre buena compañera a la hora de emitir un juicio sobre el tiempo presente. En este caso, nos enseña que la Unión ha avanzado siempre entre discusiones y amenazas de ruptura.
Habla del desapego de los jóvenes hacia la Unión; ciertamente su existencia es indiscutible. Lógico, pues si Europa representaba el progreso para los españoles de finales del siglo pasado, hoy es sinónimo casi de verdugo y tiranía. La moneda única no puede funcionar sin el cumplimiento de una serie de requisitos, lo sabemos. La unión bancaria está costando lo suyo, pero todo parece indicar que llegará. Ahora bien… ¿la fiscal? La cesión de soberanía en materia tributaria difícilmente sería sostenible a nivel político sin una reforma institucional de la Unión que dote de mayor legitimidad a las decisiones que se toman en ella. Pero, ¿estarán los gobernantes y los ciudadanos dispuestos a convertir a la Unión en algo definitivamente muy parecido a un Estado? Es cierto que Europa ha avanzado por un camino pedregoso lleno de dificultades, pero, ¿estaremos al final del camino, donde ya no vale esquivar baches sino que solo queda saltar o volver atrás?, y en ese caso, ¿cuál de las dos alternativas elegiremos?
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