Como viene repitiéndose, es muy singular la combinación de señalados aniversarios que reúne este nuevo año: centenario del inicio de la “Gran Guerra” (1914-18), un nombre que se perdería ante la magnitud de la que arrancaría un cuarto de siglo después, la Segunda Guerra Mundial (1939-45), transcurriendo luego media centuria hasta la caída del muro de Berlín, el tercero de los acontecimientos capitales que alcanzan en 2014 un cumpleaños redondo: 100, 75 y 25 años, respectivamente. Una coincidencia que hace justicia a la historia, pues la segunda devastadora conflagración comienza a incubarse al término mismo —un cierre en falso: imposiciones al vencido que se convierten en semillas de un resentimiento agresivo— de la que le antecedió, como fue el desarrollo de esta en el frente oriental —con los resultados adversos cosechados por el ejército ruso— lo que precipitaría la cadena de sucesos que desembocan en la creación de la URSS, abriéndose con ello una era de dominación soviética sobre buena parte de Europa, un alargado tiempo cuyo final lo simbolizará el derribo de la indigna barrera berlinesa. Hay más de causalidad que de azar en la historia trágica que estas efemérides nos recuerdan.

La rememoración a que invitan debe servir, en todo caso, para mejor valorar nuestro presente. Europa quedó asolada dos veces consecutivas, en apenas veinticinco años, por una destrucción física y moral de proporciones inéditas, con muchas decenas de millones de víctimas dentro y fuera de los campos de batalla, y con una larga secuela de limpiezas étnicas, guerras civiles y experiencias dictatoriales. El contraste con lo que luego vendrá no puede ser mayor. Aun con forcejeos, a trancas y barrancas, si se quiere, la construcción de una Europa unida no deja de ser, en el contexto descrito, un auténtico milagro, la “utopía razonable” que gradualmente ha erigido el edificio que hoy acoge a veintiocho países de uno y otro lado. Los sistemas nacionales del bienestar, unidos a las instancias de gobernanza comunitaria, han dotado al viejo continente de una estabilidad social y política nunca antes conocida. La metamorfosis ha sido radical Han cambiado sustancialmente las  relaciones de poder entre los Estados, hoy socios solidarios de un mismo club y, a la vez, ha cambiado nuestra percepción de la seguridad exterior.

Fruto de una “larga paciencia” (Delors), la Unión Europea parece estar hecha, además, a prueba de desánimos (la “euroesclerosis” de hace treinta años, el “euroescepticismo” de ayer, el “eurodesencanto” de hoy) y su avance, aunque tantas veces parsimonioso, no cede. Botones de muestra los tenemos muy a mano, tanto en términos de nuevas incorporaciones (Croacia a la UE y Letonia a la eurozona), como en lo referido al cumplimiento de acuerdos firmados (eliminación de las restricciones para los trabajadores procedentes de Rumanía y Bulgaria) o en el señalamiento de objetivos ambiciosos en el ámbito financiero (las propuestas del Consejo Europeo del pasado diciembre para culminar la arquitectura de la unión bancaria). Y todo ello con el horizonte de las elecciones al Parlamento Europeo que han de celebrarse el próximo mes de mayo, cien años después de que comenzaran a tronar, inclementes, “los cañones de agosto” en 1914. No está mal: el título felliniano que encabeza esta página está justificado.

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