En parte sobrevenida, en parte previsible, la ocasión que España tiene hoy para alcanzar un lugar preminente en Europa es magnífica. Convendría no desaprovecharla.
En apenas dos semanas, las cosas no han podido rodar mejor, en efecto, para situarnos en posición ventajosa cuando se inicia un nuevo ciclo de la UE, con la obligada renovación de sus principales órganos de gobierno, comenzando por las presidencias mismas de Comisión, Consejo, Parlamento, Alto Representante para la Política Exterior y también, a finales del mes de octubre, Banco Central Europeo. Dos semanas, las que van del 26 de mayo al 7 de junio, de las elecciones europarlamentarias a la actualización de las previsiones de crecimiento durante el año en curso. Los resultados comparados de aquellas —nuestra más alta participación, peso solo marginal de los populistas de uno y otro signo, reforzamiento del PSOE, casi único partido socialdemócrata que ha salido airoso de la prueba —otorgan a España un plus de “europeísmo” al tiempo que sitúan al presidente Sánchez en posición inmejorable en las complejas negociaciones al efecto. Y esa misma dirección —positiva para los intereses españoles— es la que apunta una doble coincidencia revelada poco después. La primera, el miércoles 5, fecha en la que Bruselas daba luz verde al informe que recomienda la salida de España del brazo correctivo de la UE —el Procedimiento de Déficit Excesivo, abierto, conviene recordarlo, diez años antes, el 18 de febrero de 2009—, a la vez que decidía tutelar las cuentas de Italia, percibidas como uno de los mayores riesgos internos para el euro. Segunda novedad simultánea, el viernes 7: mientras el Bundesbank, el banco central alemán, rebajaba la previsión de crecimiento económico de su país hasta un exiguo 0,6 % para todo 2019, el Banco de España hacía lo contrario, elevando la previsión de aumento del PIB español hasta el 2,4 % (¡un ritmo cuatro veces más alto que el de Alemania!), en lugar del 2,2 % pronosticado antes.
El reparto de cartas nos es favorable, desde luego, justo en el momento en que la partida entra en su fase decisiva. Con el Reino Unido autodescartado, Italia bajo sospecha, y con el presidente Macron y la canciller Merkel en horas bajas, España, cuarta economía de la zona euro y a sus espaldas ya casi un quinquenio de crecimiento notoriamente superior al del conjunto, puede aspirar, y justificadamente, a salir de un segundo plano y compartir cierto nivel de liderazgo. España —y Portugal a su rueda— es ahora una “válvula de seguridad” del proyecto europeo. Hay que hacerlo valer, entre otras cosas, situando en centros estratégicos de decisión a buenos nombres españoles que completen ese cuadro no menor que ya forman los de José Manuel Campa (al frente de la Autoridad Bancaria Europea), Luis de Guindos (como vicepresidente del BCE), Sergio Álvarez (primer español que accede al consejo de administración de la Autoridad Europea de Seguros y Pensiones) y Pablo Hernández de Cos (presidiendo el Comité de Supervisión Bancaria de Basilea).
Ojalá sepamos conseguir lo que está a nuestro alcance, comenzando por creérnoslo, ese grado de autoestima que tantas veces nos falta. Como se ha escrito, será difícil que España encuentre en mucho tiempo otra oportunidad tan clara para compensar años de “ausencias”, “despistes” o “rumbos equivocados”. Situaciones como esas las pintan calvas, que decían nuestros mayores.