Lo mejor de las elecciones catalanas es que ya se han celebrado, poniendo término a doce largos meses de llamamientos a las urnas (generales, andaluzas, gallegas y vascas, y finalmente en Cataluña). Si nada imprevisto se cruza en el camino, el horizonte estará despejado de nuevas consultas hasta la primavera de 2015, esto es, durante algo más de dos años, una circunstancia no poco singular en nuestro atiborrado calendario electoral, con tan negativas interferencias en el pulso y el “tempo” de la política económica de unos y otros gobiernos: con Zapatero de presidente, en 2008 y parte de 2009 todo se supeditó a los sucesivos reclamos lectorales, perdiendo un irrecuperable margen de maniobra para afrontar los primeros embates de la crisis, y nada bueno ha cosechado en el arranque de la presidencia de Rajoy tener la vista puesta en las urnas autonómicas, así como el artificioso clima de tensa confrontación alimentado por las recurrentes campañas electorales (esa servidumbre de la democracia, como podría haber dicho Borges). Se abre, en definitiva, un periodo propicio para acometer las reformas en profundidad.

A realzar esa oportunidad están contribuyendo los datos positivos de las cuentas exteriores (con superávit en la balanza por cuenta corriente en julio y agosto, algo inédito desde antes del euro), fruto del gran esfuerzo de ajuste realizado por los agentes privados: la clave de esos buenos registros está, en efecto, en una mejora continuada de la productividad (con cierre de muchas empresas marginales), que unida a la moderación salarial más reciente ha facilitado reducciones significativas de los costes laborales unitarios, es decir, de apreciables ganancias de competitividad.

Es al sector público al que le corresponde hacer el esfuerzo pendiente, como ha subrayado en su más reciente declaración el Círculo Cívico de Opinión, un foro de la sociedad civil en donde confluyen voces académicas, profesionales y de empresas. Pero no por la vía del aumento de impuestos (la elegida en el Proyecto de Presupuestos), sino acometiendo con más criterio el recorte del gasto: actuar sobre las grandes partidas y abandonar los recortes lineales, que pueden frenar el crecimiento presente y futuro. La reducción del tamaño de las Administraciones públicas, la racionalización del Estado del bienestar y la disminución de la capacidad excedentaria en infraestructuras públicas, son imprescindibles.

Reducir el tamaño de las Administraciones públicas es, sin duda, lo más urgente. Por una parte, disminuirá el coste soportado por los demás agentes económicos. Contiene también un factor de ejemplaridad, necesario para que los ciudadanos recuperen la confianza perdida en las instituciones y los políticos, si prescinden de pompa y asesores. Será, además, una oportunidad para reordenar la distribución de competencias entre Administraciones y poner límites a su tendencia compulsiva a expandirse. Dada la crisis del modelo territorial español, debería aprovecharse la ocasión para solucionar simultáneamente lo económico y lo político. Soñar no está prohibido.

Deja un comentario