El azar ha querido que solo tres días hayan separado dos acontecimientos políticos de altura presentados como sendos actos de homenaje, uno en España y otro a escala de toda Europa. Entre nosotros, con ocasión de conmemorar el cuadragésimo aniversario de las primeras elecciones libres, que franqueó los pasos subsiguientes de la Transición; en el Parlamento Europeo, al tributársele un emocionado y singular reconocimiento al excanciller Helmut Kohl, fallecido dos semanas antes. Ambas solemnes convocatorias, tan cercanas entre sí, invitan a subrayar su respectivo significado y también a hacer alguna comparación.
El acto de la Eurocámara, magistralmente diseñado —“el protocolo es la semiótica de la política”, se ha recordado con acierto—, reuniendo a decenas de líderes y personalidades con proyección internacional, ha cumplido a la perfección un doble cometido. Por lo pronto, poner en valor el aporte del excanciller a la historia reciente de Europa, en tanto que gran protagonista de ese episodio capital que une la caída del muro de Berlín (9 de noviembre de 1989) y la unificación de Alemania (3 de diciembre de 1990), para desembocar un año después en la desintegración de la URSS (22 de diciembre), ofreciendo con ello un nuevo horizonte a la larga docena de países durante décadas privados de libertad. Si en su primera etapa en la cancillería, Helmut Kohl ya había coprotagonizado junto al presidente Mitterrand otro acto (23 de septiembre de 1984) con enorme carga simbólica para lo que es hoy la Unión Europea —el recuerdo de las víctimas mortales de la batalla de Verdún: 360.000 franceses y 325.000 alemanes—, en el ecuador de su mandato se erigió como el gran impulsor de la integración europea, con un papel central en el Tratado de Maastricht (1992) y el dibujo de la unión monetaria. Reconocer todo ello ha servido a la vez —el otro fin perseguido con el funeral de Estado en Estrasburgo— como apoyo a quienes, con Merkel y Macron al frente, se proponen ahora relanzar el proyecto común, alentados por el veredicto muy unánime de unas urnas en contra de los partidos y movimientos eurófobos. Un doble objetivo, pues, plenamente logrado.
¿Puede decirse lo mismo del acto de las Cortes? Solo en parte. Aunque sobradamente justificado —aquel 15 de junio de 1977 quedará siempre como una fecha memorable de la España contemporánea—, las carencias detectadas le han restado de algún modo trascendencia. De un lado, se ha perdido la oportunidad de subrayar abiertamente el más notorio y fructífero rasgo de nuestras cuatro décadas más recientes: la estabilidad, sobre todo en los dos planos, institucional y social, que han devenido fundamentales para los logros —también los económicos— de la democracia española. De otro lado —y volvemos al tema de las formas, a la cuestión protocolaria—, la clamorosa ausencia del Rey emérito —cuya actuación resultó del todo imprescindible para hacer posible lo que se conmemoraba—, una ausencia difícilmente explicable que ha empañado la merecida celebración.
Dos homenajes bien oportunos pero no igualmente resueltos. Dos ocasiones propicias para afirmar deseables apuestas pero con desigual aprovechamiento.
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