Se ha repetido estos días y es cierto: Luis Ángel Rojo ha sido el economista español más respetado e influyente de su generación. Al aprecio generalizado que consiguió granjearse durante medio siglo con su actividad profesional, ha correspondido ahora, al morir, el unánime reconocimiento por su trabajo.

 Por fecha de nacimiento (1934) pertenecía a un escalón generacional intermedio entre los nacidos en los años veinte (Estapé, Fuentes Quintana, Varela, Velarde, Barea) y los que lo harán después de la guerra civil, bastantes de los cuales tendrán ya ocasión de reconocerse discípulos suyos, siendo algunos, a su vez, maestros de multiplicadas promociones de economistas. Por vivencias juveniles y por el clima social y cultural en que se formó, se le puede considerar, en todo caso, integrante de la “generación del 50”, de tan destacado relieve en muchos campos de la creación cultural, desde la narrativa o la poesía a la pintura o la arquitectura, y también en diversas áreas de la investigación científica. Rojo ha sido el gran economista de esa generación, la que con no poco coraje dejó de mirar atrás, en muchos casos tan obsesiva como estérilmente, para abrirse y abrir al país a las oportunidades que traía un nuevo tiempo, con cambios profundos y acelerados en todos los ámbitos.

 En el flanco de la economía española esas transformaciones tienen nombres conocidos: liberalización y ganancias de eficiencia, primero, integración europea, después, estabilidad macroeconómica y unión monetaria, más tarde, en paralelo, todo ello, al saneamiento y la modernización del sistema financiero. Con su hacer, siempre exigente y autoexigente, Rojo ha estado siempre en la primera línea: al principio como Técnico Comercial del Estado durante aquel pasaje crucial que fue el Plan de Estabilización, más tarde desde la Cátedra de Teoría Económica de la Complutense y luego, a partir del comienzo del decenio de 1970, desde el Banco de España, como director durante casi veinte años de su servicio de estudios (haciendo de éste un verdadero centro de investigación y un puntal imprescindible en el conocimiento estadístico de nuestra economía) y, posteriormente, como subgobernador y gobernador, inaugurando él, por consenso, en 1994, la autonomía del banco emisor.

 Estricto como técnico al servicio de la Administración pública, su magisterio como profesor vocacional fue extraordinario, transmitiendo saber y gusto por el saber, y al frente del Banco de España se comportó —y valga la expresión aplicada por una vez a alguien fuera del escenario político— como un auténtico “hombre de Estado”, con competencia y altura de miras.

Nos deja, además, como autor, un puñado de obras y trabajos excelentes: sobre Keynes (entre otros, el libro que acaso hizo con más gusto: “Keynes: su tiempo y el nuestro”, publicado por primera vez en 1984), sobre capítulos de la historia del pensamiento económico (los clásicos, el institucionalismo, entre otros) o su manual “Renta, precios y balanza de pagos” (de 1974), junto con excelentes artículos sobre problemas básicos y necesarias reformas de la economía española. En todos demostraba su afán de excelencia, incluyendo el esmero por la forma, por el estilo, por el lenguaje (en 2003 entró en la Real Academia Española). Un auténtico maestro, que, por suerte, ha conocido en vida el aprecio y el afecto de muchos. Descanse en paz.

Dejar respuesta

Please enter your comment!
Please enter your name here