Como es de sobras conocido, nos encontramos actualmente a las puertas de una reforma laboral largamente demandada por multitud de agentes e instancias (entre las que destacan las agencias de calificación, las principales instituciones económicas o ese ente conocido como Europa) y, lo que es más importante, por la muy deteriorada realidad del mercado de trabajo español (difícilmente superable en sus registros negativos en términos de segmentación y, muy especialmente, de incidencia del desempleo).
En general, se da un amplio consenso por parte de investigadores y analistas en cuanto al diagnóstico de la situación del mercado de trabajo español y las recetas a aplicar para su mejoría futura. En esencia, se trata de que buena parte del origen del mal funcionamiento del mercado laboral esta relacionado con su regulación institucional y, en particular, con las características del sistema de contratación y la negociación colectiva. Así, por una parte, deberían igualarse los costes de rescisión de los contratos temporales e indefinidos, en tanto que es la diferencia que se da entre ambos la que determinaría en buena medida nuestra elevada tasa de temporalidad, con los conocidos efectos perniciosos que de ella se derivan en términos de desigualdad o de crecimiento de la productividad. Por otra parte, deberían introducirse modificaciones en la negociación colectiva que facilitaran el recurso por parte de las empresas españolas a la flexibilidad externa (ajuste de salarios y de horas de trabajo), en detrimento de la opción por la que se decantan mayoritariamente en la práctica, la flexibilidad interna (ajuste en el número de trabajadores, preferentemente temporales).
Como no podía ser de otro modo, las diferentes reformas laborales adoptadas en las últimas décadas en nuestro país han adoptado sistemáticamente medidas en estos ámbitos. La última reforma laboral, dividida en los episodios de 2010 y 2011, es un claro ejemplo en este sentido, en tanto que la misma incluía modificaciones tanto en la contratación (extendiendo la aplicación del contrato indefinido de fomento del empleo, el cual conlleva una indemnización de 33 días por año trabajado) como en la estructura de la negociación colectiva (facilitando la aplicación de las cláusulas de descuelgue de los convenios sectoriales y la concurrencia de los convenios de empresa con los convenios sectoriales –para más detalles, véase esta entrada previa en el blog-). Sin embargo, un aspecto destacable que caracteriza a todas las reformas laborales acometidas hasta el momento ha sido su timidez en comparación con las recomendaciones que surgen de la academia, las cuales toman la forma de un contrato único con indemnizaciones crecientes con la antigüedad y una descentralización intensa de la negociación colectiva (pudiéndo lograrse la consiguiente prevalencia generalizada de los convenios de empresa a través de diversas formas, entre ellas la eliminación de la eficacia general automática de los convenios de sector).
¿Qué es lo que explica que estas recomendaciones, avaladas por buena parte de los más reputados investigadores en economía laboral de nuestro país y por las principales instituciones económicas nacionales e internacionales, no se hayan llevado a la práctica hasta el momento? Desde mi punto de mi vista, en esta circunstancia influyen muy posiblemente dos factores. El primero tiene que ver con el hecho de que existen importantes efectos adversos asociados a su aplicación que serían difícilmente evitables. Entre ellos, uno de los más destacados consiste en que la generalización de los convenios de empresa, si se hiciera sobre la base de eliminar el soporte de los convenios de sector, plausiblemente daría lugar en la práctica a una depauperación de una parte significativa de los salarios y, en consecuencia, a un incremento muy significativo de la desigualdad salarial. Esto es así en la medida en que en un nuevo marco de determinación de los salarios donde la negociación salarial se desarrollara esencialmente a nivel de empresa el único suelo salarial de referencia sería el Salario Mínimo Interprofesional (establecido en niveles muy reducidos) y el poder de negociación estaría en muchos casos decantado a favor de las empresas (considerando aspectos como las características del tejido productivo español, con una fuerte presencia de empresas pequeñas, y los elevados niveles de desempleo existentes). El segundo está relacionado con la incertidumbre, ya que a pesar de que existe cada vez más evidencia teórica que muestra los efectos beneficiosos derivados de aplicar estas recomendaciones, se dispone en general de muy poca evidencia empírica que confirme tanto las bondades de su aplicación como la ausencia de efectos adversos inesperados (los cuales, en palabras de Luis Toharia, constituyen en muchos casos los principales efectos de las reformas laborales). Esta circunstancia se da de forma muy singular en lo que respecta al contrato único.
Llegados a este punto, una de las principales incógnitas sobre la reforma laboral que viene es si la misma traspasará las líneas rojas que constituyen la introducción de un contrato único y la descentralización de la negociación colectiva o si, por el contrario, consistirá de nuevo en modificaciones dentro del mismo paradigma regulatorio. Aunque existen ciertos indicios que apuntan a la voluntad de acometer un cambio radical en la regulación institucional del mercado de trabajo español (como muestra, las recientes declaraciones del ministro de Economía y Competitividad Luis de Guindos a favor del contrato único y los convenios de empresa), la experiencia acumulada en el pasado induce más bien al escepticismo. En cualquier caso, en los próximos días saldremos de dudas.
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