Junto a su pública renuncia a ser candidato en las próximas elecciones generales, Zapatero declaró el pasado día 2 su propósito de completar la legislatura, con objeto de que el Gobierno disponga de un margen mayor para (literalmente) esa “tarea principal que es desarrollar reformas, consolidar la recuperación económica y abrir el tiempo de la creación de empleo”. Se confirma, pues, un final de etapa en el recorrido político, a la vez que se dibuja el escenario más deseable para clausurarla. La situación, sin embargo, se antoja muy compleja.

Primero, por la contradicción que implica el doble y simultáneo anuncio. Si se trata de eliminar factores de incertidumbre —a ello se refirió expresamente el presidente—, la apuesta por agotar el plazo máximo de la legislatura casa mal, desde luego, con la provisionalidad que acarrea la renuncia a seguir liderando la acción de gobierno. Es verdad que la estabilidad del régimen democrático español ha encontrado en la plena o casi plena culminación de los periodos legislativos una baza muy importante (baza que en el campo de la política económica, dígase entre paréntesis, queda diáfanamente reflejada en una simple comparación: mientras que en el sexenio que abarca el curso central de la Transición, entre el final de 1975 y el de 1982, se suceden en la cartera de Hacienda 5 titulares  —¡16 asumieron tal responsabilidad en la II República, entre abril de 1931 y julio del 36!—, desde el primer gobierno del Felipe González hasta ahora, va para treinta años, sólo en 6 ocasiones ha habido relevo en dicha cartera ministerial: Boyer, Solchaga, Solbes, Rato, Solbes y Salgado). En ese sentido, llevar hasta su tope la actual legislatura podría añadir un eslabón más a la cadena, pero ahora pueden pesar más los componentes de interinidad en el ejercicio del poder introducidos por la propia declaración presidencial, con independencia de los que eventualmente aporte el resultado de los ya inmediatos comicios autonómicos y municipales y del previsible bronco ambiente preelectoral que dominará durante los meses venideros.

Además, está la experiencia acumulada durante los últimos decenios. En la historia de la democracia española los impulsos reformistas más vigorosos en el terreno económico —y vigor requiere lo que hoy está perentoriamente planteado, tanto en el sistema financiero o en el sistema de pensiones, como en el ámbito de la negociación colectiva o en el del control del gasto público y de la reestructuración de las Administraciones Públicas— se han desplegado, no en períodos terminales de ciclos políticos, sino, todo lo contario, en sus fases iniciales, cuando el apoyo en las urnas ha fortalecido la voluntad de unos u otros gobernantes. Es lo que reveló el arranque del segundo gabinete de Suárez, tras la jornada electoral del 15 de junio del 77, al acometer la reforma fiscal y el diseño del programa que desembocaría en los Pactos de la Moncloa; es también lo que pasó durante la primera parte del gobierno que González formó a raíz de su victoria por mayoría absoluta en el otoño de 1982, dando renovado ímpetu al proceso de ajuste industrial y reforma bancaria, y fecundo fue asimismo el esfuerzo de saneamiento y estabilización que emprendió Aznar tras formar su primer gobierno en la primavera de 1996. Resultaría del todo inédito, dicho de otra forma, el que ahora, a final de trayecto, se realizara —con potenciales altos costes electorales— lo que es propio de tiempos inaugurales. Sería el más difícil todavía.

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