Entre las habituales simplificaciones que suelen hacerse de los hechos económicos destaca la que se refiere a los logros en términos de bienestar social. Resulta poco discutible señalar la mejora de los niveles de bienestar social como el principal objetivo de las sociedades contemporáneas y de la intervención pública. La relevancia de esta meta contrasta, sin embargo, con la pobreza con la que se suelen estimar los avances y retrocesos conseguidos y, sobre todo, con lo primarios que suelen resultar los juicios de aquellos responsables de la toma de decisiones colectivas.
En la interpretación de los logros y límites de nuestra sociedad priman, sobre todo, los indicadores agregados de crecimiento económico y productividad. A pesar de la intensa revisión crítica del uso de los indicadores macroeconómicos como señales de bienestar, las variaciones positivas de la renta o riqueza media siguen enarbolándose como indicios inequívocos de mejoras sociales. Este fetichismo del PIB, como lo ha denominado Stiglitz, lleva a que la obsesión por el crecimiento económico haga que cualquier mejora en términos de PIB se valore positivamente, con independencia de sus efectos sobre la desigualdad o el medio ambiente.
La forma en que medimos afecta a nuestras opciones y si nuestros indicadores no reflejan bien aquello que queremos promocionar o corregir es inevitable que las decisiones que adoptemos sean erróneas. Así, si se interpreta que la principal fuente del bienestar para el conjunto de la sociedad es la mejora del PIB, las políticas más eficaces para fomentar aquél serán las que consigan mejorar el ritmo de crecimiento de la producción y las rentas. Se acepta, implícitamente, que las etapas de crecimiento –las mareas altas– arrastrarán positivamente al conjunto de la población y que la mejor forma de mejorar los niveles de bienestar de la sociedad es el crecimiento de la actividad económica y del empleo. Recientemente, uno de los dirigentes de los partidos que arrastran mayor número de votos sentenció que “el empleo es bienestar”. Probablemente, el fragor de la batalla electoral le hizo olvidar la diferencia entre condición necesaria y suficiente.
Para que las mejoras del PIB se traduzcan en avances en el bienestar social tienen que darse dos condiciones. Por un lado, aunque suene elemental, el PIB tiene que estar bien medido. Por otro, esta macromagnitud debería recoger un amplio abanico de dimensiones que, añadidas a la renta, reflejaran fielmente no sólo cuál es el acervo medio de bienes y servicios al que puede acceder una sociedad sino cuáles son los resultados en el acceso a un nivel mínimo de participación social y si ha habido o no una mejora efectiva en los niveles de vida.
Hace dos años se publicaron los resultados de un grupo de trabajo patrocinado por el gobierno francés, que reunió a algunos premios Nobel de Economía, dedicado a analizar las insuficiencias de los indicadores macroeconómicos tradicionales como medidas del bienestar (http://www.stiglitz-sen-fitoussi.fr/en/index.htm). Esta comisión enfatizó una vez más tanto las insuficiencias de los indicadores económicos agregados para sintetizar el estado real de la economía como sus límites evidentes para reflejar las dimensiones del bienestar que son relevantes para la sociedad.
Probablemente, la crítica más sorprendente era la que subrayaba la incapacidad del PIB como indicador macroeconómico. Uno de los signos más evidentes de esta insuficiencia es la estrecha relación entre el modo en que la crisis sorprendió a tantos analistas y decisores públicos y los límites de los sistemas de contabilidad nacional para anticiparla. La obsesión por el crecimiento relegó a un plano muy secundario las reflexiones sobre el modo en que los brillantes resultados logrados antes del estallido de la crisis podían estar obteniéndose a costa del crecimiento futuro. Si hubiéramos sido más conscientes de los límites de las medidas estándar del crecimiento y de la necesidad de incorporar elementos de sostenibilidad, la contención de la euforia podría haber contribuido a un ajuste más realista de las expectativas a la situación real.
Los límites del PIB como indicador macroeconómico son, en cualquier caso, una parte menor de las posibles críticas a esta macromagnitud desde la perspectiva del bienestar social. La asimilación entre variaciones del PIB y aumento del bienestar supone un desprecio a los avances registrados en la investigación sobre el bienestar multidimensional. Estos avances van desde la consideración conjunta de la eficiencia y la equidad, combinando los indicadores de renta media con medidas de la desigualdad, a la consideración de un amplio conjunto de dimensiones que incluyen las condiciones de vida, el acceso a bienes básicos, la participación política, las relaciones sociales o la percepción subjetiva de la propia situación. Incluso si sólo habláramos de bienestar económico deberíamos añadir otros componentes al indicador general de renta media, como la riqueza, la desigualdad o la inseguridad económica.
Si así procediéramos en el caso de la sociedad española, las cifras matizarían, sin duda, algunos de los estereotipos habitualmente mantenidos sobre la supuesta prosperidad anterior al inicio de esta larga recesión y seguramente también sobre lo que está sucediendo en ésta. Si aceptáramos que el crecimiento del producto agregado fuera la principal guía para tomar el pulso a nuestra sociedad, el crecimiento económico que se prolongó durante varios años sería un claro indicador de los logros sociales alcanzados. La cualificación, sin embargo, de los datos de evolución de la renta media con la consideración de indicadores de desigualdad ofrecería un cuadro muy diferente. El crecimiento de la renta media no sirvió ni para estrechar las diferencias de renta entre los hogares ni para aliviar el riesgo de pobreza de una proporción considerable de la población. La incapacidad de nuestra sociedad para corregir las desigualdades mermó la posibilidad de vincular de manera más sólida el crecimiento medio de la renta con una clara reducción de las necesidades sociales. Las mareas altas no consiguieron que muchos botes navegaran y en la calamitosa caída posterior de la actividad económica muchas otras embarcaciones quedaron encalladas.
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