Para el moldeamiento de nuestro propio rostro o para la imagen que acaba perdurando de acontecimientos pretéritos, el tiempo es un gran escultor, según la hermosa metáfora de Marguerite Yourcenar. Pero resulta un mal aliado en circunstancias adversas, como las que imperan hoy. Vale decirlo para la Unión Europea en su conjunto, indecisa una vez más en un momento crucial, y vale decirlo, desde luego, para España, donde la crisis económica se nos está desdoblando a marchas forzadas en una profunda crisis institucional, agravable además a corto plazo por la interferencia del calendario electoral.

Dos evidencias ganan protagonismo con el paso de los días. La primera, la pérdida de prestigio y credibilidad de componentes básicos de todo el edificio institucional, desde los que están en la cúspide —no hace falta señalarlos—, hasta los que deben servir de cimiento de la representación democrática. Poder moderador, poder judicial y poder legislativo: ninguno se salva ante una creciente proporción de la opinión pública atenta a comportamientos censurables, a injustificables disfunciones o a la voraz politización de unos u otros organismos e instancias. La desafección ciudadana está servida: los políticos, como parte del problema; dirigentes que no inspiran confianza; debilitamiento del vínculo entre electores y representantes; deslegitimación final con carácter generalizado. “Que se vayan todos” ha sido uno de los lemas de los manifestantes que han acechado repetidamente el Congreso de los Diputados; tómese nota.

La segunda certeza manifiesta no es independiente de la vulnerabilidad que lo antedicho supone para el Estado: el agrietamiento del sistema autonómico. La renovada pulsión independentista, con saltos cualitativos obvios ahora sobre episodios precedentes, está alimentada por la fatiga que produce una duradera crisis económica a la que aún no se le ve término, pero también por las multiplicadas tensiones desarticuladoras de la estructura misma de la administración territorial: un ejemplo reciente, menor pero bien ilustrativo, lo aporta el caos en que ha devenido la cobertura sanitaria de los inmigrantes sin permiso de residencia, con tantas variantes como Autonomías. Las reivindicaciones soberanistas siempre han tomado vuelo cuando el Estado se ha debilitado: ocurrió hace un siglo, en la España de Alfonso XIII, zarandeada, aunque neutral, por las convulsiones que provocó la I Guerra Mundial; volvió a suceder en los momentos más críticos de la II República, y la actual no es, desde luego, una página suelta ni anómala en esta historia.

Doble dimensión, en definitiva, de una crisis institucional que añade gravedad a una situación que no deja de empeorar. Hacia fuera, repercute con más fuerza aún que la crisis económica en el deterioro de la imagen exterior y de la reputación internacional; adentro, en malestar y descohesión de una sociedad que pierde autoestima colectiva. Momento extraordinariamente delicado, se mire por donde se mire. No hay ánimo, al advertirlo, de alarma injustificada; es simplemente cuestión de realismo.

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