Esto es lo que hay: cuando la crisis de los refugiados está dinamitando las fronteras interiores —y exteriores— de Europa, sin puertas los campos y los mares, aquí el tema es la “crisis soberanista”, poner lindes para delimitar una parte del territorio —con las aguas marítimas que correspondan, se entiende. Cuando la conciencia de los ciudadanos europeos se estremece ante ese drama colectivo, poniendo a prueba la voluntad de construir efectivamente un continente económica y políticamente unido, nuestra preocupación es si ganará o no la opción independentista en las elecciones autonómicas en Cataluña, cómo reconocer en el texto Constitucional situaciones matizadamente distintas (del “narcisismo de las pequeñas diferencias” hablan hoy los historiadores de largos procesos de modernización en el mundo contemporáneo), debatiendo de paso si “nación” o solo “nacionalidad”, etc., etc., etc. (tres etcéteras que no son desde luego los del celebrado personaje de Pemán, autor éste, por cierto, que se queda ahora sin busto de bronce en su ciudad natal).

Pero aceptemos el tiempo tal como el nos quiere, según la sabia receta shakesperiana. Por causas complejas —no todo es aventurerismo de unos y pasividad de otros— la situación ha devenido extraordinaria, con una Declaración Unilateral de Independencia como posibilidad real a la vista. Ya no se puede voltear la cabeza; hay que mirar de frente.

Aunque todo esté dicho y redicho, aprovecharemos este espacio para subrayar dos cosas, por elementales que sean. Primera: la movilización de toda la sociedad civil, dentro y fuera de Cataluña, será determinante; hasta ahora, solo la ciudadanía catalana que ha hecho suya la aspiración de independencia se deja oír y ver, y tan clamorosamente como en estos días; no puede demorarse más la comparecencia en el escenario público de quienes, en universidades y empresas, círculos y asociaciones, están convencidos de que Cataluña es parte irrenunciable de España, y que España dejará de serlo sin Cataluña. Y comparecer sin pusilanimidad, sin equívocos: la situación requiere claridad, convicción, coraje.

Segunda: más que en descalificar la separación, esforcémonos en subrayar ventajas de lo contrario, comenzando por demostrar el valor económico de la unidad. Desde la perspectiva de la historia de los siglos XIX y XX —por hablar de lo que mejor conoce uno— la cuestión no admite dudas: Cataluña ha sido un factor decisivo de modernización de España, adelantada en muchas transformaciones, y tanto en lo demográfico como en lo empresarial, tanto en lo cultural y social como en lo económico. Así fue en el tránsito al régimen liberal, así fue también en la España de la Restauración alfonsina y así lo ha sido en la España democrática. Repitiéndose además en cada una de esas situaciones un hecho tan relevante como previsible: las tensiones centrífugas en Cataluña se avivan en las coyunturas de crisis económica e institucional en el conjunto de España; para contrarrestarlas, nada mejor que la recuperación del pulso económico y la regeneración de las instituciones españolas, públicas y privadas.

Es justo la tarea que tenemos por delante. Y que nadie se equivoque: la identidad —con permiso de Freud— solo es fecunda cuando no se piensa en ella.

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