Ocurre casi siempre en las consultas electorales: lo más importante comienza al terminar el cómputo de los votos. Pero esta vez la jornada posterior al 20-D está llamada a tener especial trascendencia. Un tiempo nuevo en la política española está a la espera. Concurren nuevos partidos y declina la hegemonía dual que durante decenios enteros ha facilitado la alternancia en el gobierno de PSOE y PP: un escenario distinto para una sociedad que, a su vez, está conociendo un acelerado proceso de cambio. Además, en diciembre el día de después sumará a los propios los efectos aplazados del 27-S.

Es el dinamismo del cambio social lo que está haciendo imparable el cambio en el plano político. La crisis económica e institucional no se ha topado con una sociedad pasiva, inane, sin capacidad de respuesta; más bien, ha actuado de revulsivo, estimulando readaptaciones y modificando comportamientos. Al destapar la corrupción, al poner de manifiesto el defectuoso funcionamiento de instituciones, al dejar al descubierto debilidades del modelo productivo, la crisis ha tensado la capacidad de respuesta de una buena parte del cuerpo social. Un intenso proceso adaptativo y de renovación es el resultado. Se ha aguzado el espíritu crítico ante la ineficiencia y ante las carencias. Hemos incorporado una nueva conciencia moral pública más estricta, menos permisiva, más exigente de ejemplaridad. Es muy notorio el dinamismo de la sociedad civil, dando vida a multiplicados foros, círculos y plataformas de creación de opinión. Hay un rechazo generalizado —sobresaliente en el contexto europeo— de actitudes xenófobas y violentas. Ha sido y sigue siendo admirable el modo con que se ha acogido e integrado a una cuantiosa población inmigrante. Los cambios en las pautas familiares son muy profundos, sin que la institución de la familia haya dejado de desempeñar funciones solidarias y de cohesión social fundamentales. Ante las dificultades, en suma, admirable capacidad de respuesta por parte de una sociedad que demanda a los políticos que hagan lo propio: que también ellos sean capaces de estar a la altura de las circunstancias; quiere decirse, de los retos que hoy afrontamos como país.

Y el principal no es otro que el de recomponer un acuerdo constitucional que sirva de marco a un nuevo período de fructífera laboriosidad y convivencia a escala nacional. La confrontación electoral que dominará el ambiente durante todo el otoño, con el torrente inevitable de palabras gruesas, no ayudará. Por eso, esta vez el día de después va a ser tan importante. Rehacer un modelo de Estado consensuado, apostar por el diálogo, por el acuerdo como bien democrático. No se partirá de cero; ahora lo acumulado es muy valioso. En la Transición fue mejor no mirar hacia atrás, porque veníamos de un pasado conflictivo y todavía con heridas sin cerrar; la base ahora es muy diferente: en libertades y garantía de derechos fundamentales, en niveles de renta, en tejido y músculo empresarial, en apertura exterior e internacionalización, en el sistema de protección social, en creatividad tecnológica y cultural. Es el saldo que arrojan siete largos lustros de democracia constitucional en España. El nuevo tiempo político que está abriéndose paso no arrancará, desde luego, desheredado. Esa será su suerte y su responsabilidad.

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