“En Cataluña hoy se juega nada menos que el futuro de la Unión Europea”. Tan contundente afirmación no es de cualquiera: la ha escrito Joschka Fischer, el que fuera Ministro de Relaciones Exteriores y vicecanciller de Alemania y hoy tiene bien ganada fama de analista internacional. Sin rodeos, expresa lo que unos y otros líderes europeos vienen repitiendo desde hace semanas. La entrega de los premios Princesa de Asturias (¡impagable servicio a España!) el pasado 20 de octubre en Oviedo les deparó a los máximos responsables del Consejo, de la Comisión y del Parlamento europeo una ocasión solemne para hacerlo al recoger el premio de la Concordia, y ninguno de los tres —Tusk, Juncker y Tajani— desaprovechó la ocasión, pronunciándose, cada uno a su manera, en contra de la pretensión secesionista en Cataluña. Razones de conveniencia, de convicción y de consecuencia se suman para esa firme oposición.
Por conveniencia, con objeto de evitar el “efecto dominó”. No solo en Padania o Córcega, en Gales o Bretaña, en Escocia o en Alto Adige: según un recuento autorizado, hasta en 21 regiones europeas hay movimientos independentistas organizados. De ahí la trascendencia de lo que se dirime en Cataluña, probablemente el caso con potencial mayor de proyección internacional: sin duda, una “amenaza más letal” que el Brexit para la UE.
Por convicción, en la medida en que la secesión socava —“traiciona”, se ha dicho— los ideales de solidaridad e integración humana sobre los que se fundamenta el proyecto común. Este se diseñó para trascender el sistema de rivalidades nacionales que tan trágico balance deparó al continente en la primera mitad del siglo XX; y luego se ha ido materializando con el mantenido propósito de superar tanto las pulsiones agresivas como las limitaciones de las naciones-Estado, salvando divisiones históricas y asegurando paz y estabilidad. La UE no puede permitir la fragmentación de sus miembros, “porque estos componen los cimientos mismos sobre los que está formada”, concluye también Fischer.
Por consecuencia, finalmente. No solo porque el gran tamaño de otros actores globales (China e India, por lo pronto, además de Estados Unidos) hace más perentoria una mayor integración a escala europea; también porque los retos hoy planteados exigen relaciones intracomunitarias más sólidas. Con fronteras exteriores vulnerables —las que limitan con Rusia—, con el problema de la seguridad interior provocada por el terrorismo, con los altos niveles de coordinación necesarios para dar una solución satisfactoria a la inmigración masiva, no cabe otra opción que la de reforzar las relaciones intergubernamentales. Tanto la Europa de la Defensa como la Europa Social así lo reclaman. De la misma forma que una efectiva mayor unión es condición necesaria para alcanzar los objetivos que requiere la gobernanza económica del conjunto: completar la Unión Bancaria (con el fondo común de garantía de depósitos y el fondo de resolución de bancos), la armonización fiscal, el superministerio de Finanzas y el Presupuesto europeo… Todo se alinea en el sentido opuesto a la desmembración de quienes hoy comparten el proyecto común.
Europa, en suma, tiene fundadas razones para apoyar el orden constitucional de la democracia española.