No ha sido una legislatura perdida, pero la gravedad del pronunciamiento secesionista catalán deja fuera de encuadre casi todo lo demás.
Lo conseguido ha sido, desde luego, muy apreciable. La recuperación económica cobra consistencia trimestre a trimestre —y van nueve con el tercero de 2015—, alejando cada vez más un lustro, entre 2008 y 2013, que conoció dos severos episodios recesivos. Cuando apenas han pasado tres años de una situación calamitosa, la última previsión del FMI coloca a España como la cuarta economía más pujante de la eurozona (solo por detrás de Irlanda, Luxemburgo y Eslovaquia), con un ritmo de crecimiento que doblará el del promedio de la eurozona y la creación de 600.000 puestos de trabajo a lo largo del año. Un éxito, nadie debería escatimarlo.
En el propio ámbito estrictamente político, las novedades se suceden deprisa, sin duda como respuesta a una sociedad civil que está demostrando dinamismo y capacidad de iniciativa. La aparición de nuevas formaciones políticas, ahora en liza electoral, y los movimientos adaptativos de los partidos más asentados están promoviendo un proceso no menor de renovación generacional y de comunicación con la sociedad. Queda mucha tela por cortar si se quiere sanear de verdad el sistema político y ganar calidad institucional, pero el final de la legislatura termina también en este terreno con expectativas muy distintas —para mejor— a las de su arranque.
La deriva del “problema catalán”, sin embargo, lo tiñe todo. Y no injustificadamente. Un tema fundamental, cualquiera que sea la perspectiva desde la que se contemple. La que proporciona la economía es concluyente: desgajar a Cataluña del resto de España tendría unos enormes costes, tanto de un lado como de otro. Todos saldríamos perdiendo, y quizá lo que menos importe es quién más, porque en cualquier caso sería mucho. Cataluña perdería el principal mercado para lo que sus fábricas producen: todavía en los últimos veinte años el 40 por ciento de las ventas de productos catalanes ha tenido como destino el resto del mercado nacional. Asimismo, la Cataluña separada se toparía con un problema de ahorro insuficiente, pues necesita que el sistema bancario desplace hacia allí ahorro del resto de España para financiar sus inversiones. Y una Cataluña independiente, excluida de la UE y de la Unión monetaria, tendría que arrostrar muy serias dificultades, tanto si optara por seguir utilizando el euro —sus bancos carecerían de acceso a la liquidez del BCE—, como si la opción fuera crear una moneda propia, que nacería necesariamente devaluada y en medio de la desconfianza de los mercados. Un desastre. Como lo sería para España: Cataluña aporta cerca del 20 por ciento al PIB español, pero es mucho más: ha sido motor principal en todo el proceso de modernización social y económica, y sigue siendo una pieza central de nuestro tejido productivo y de la cultura empresarial española. Y en Cataluña tiene España su frontera más importante con Europa: para el paso de personas y mercancías, pero también en términos de ósmosis cultural y científica. El desgajamiento, en suma, supondría empobrecimiento, y muy agudo, para ambas partes. Por eso, nos guste o no, es nuestro problema nº 1.