Si los sondeos aciertan, como es del todo probable, las elecciones del 20D abrirán un nuevo ciclo político. Al bipartidismo hegemónico prevaleciente durante casi cuatro décadas va a sucederle un esquema distinto: PP y PSOE se repartirán aproximadamente el 50 por ciento de los votos, pero otras dos formaciones con proyección nacional (Ciudadanos y Podemos) pueden sumar una parte sustancial de la otra mitad de las preferencias de los electores. Un cambio de escenario inédito en nuestra democracia. Hay razones para saludarlo esperanzadoramente.

La primera responde a lo que ya es un hecho constatable: la entrada en liza de los nuevos contendientes está despertando un creciente interés por el espacio público: ¿desde cuándo no se veía a centenares de jóvenes haciendo cola durante horas enteras, como en la Universidad Carlos III de Madrid hace pocos días, para presenciar un debate entre líderes políticos? Se traducirá previsiblemente en una concurrencia mayor ante las urnas. Excelente noticia: la salud de la democracia guarda estrecha relación con el índice de participación electoral. La “indignación” y “desafección” de muchos no ha devenido, por tanto, en abstención o indiferencia, más bien en lo contrario. Magnífico dato, merece la pena repetirlo.

La segunda razón se fija en el nuevo dinamismo que ha adquirido la escena política española, al hacer sitio para nuevos actores y provocar multiplicados movimientos adaptativos entre los que tan cómodamente en ella estaban instalados. Todo menos una situación anodina, estancada, chata. Bienvenida sea. Sobre todo por lo que supone de relegitimación de la democracia representativa, de sus principios y de sus formas (la democracia es principios pero también formas: respetando estas se preservan aquellos). Ya no se llama a “rodear” el Congreso para expresar rechazo hacia lo que representa y a cómo funciona; ahora el empeño, y con crecientes dosis de pragmatismo y moderación, es entrar en él por la puerta principal, la del voto ciudadano. ¿Dónde hay que firmar? Piénsese, además, en la ausencia en nuestras plazas y calles de grupos radicales o de organizaciones declaradamente antieuropeistas o xenófobas o extremistas de uno u otro signo: una auténtica excepción en el actual contexto europeo.

Todavía esta breve página deja sitio para apuntar una tercera razón. El escenario que anticipan todas las previsiones sobre lo que saldrá de las urnas el 20D obligará a dar un nuevo impulso y vigor a la cultura de la negociación, de acuerdos, del pacto como el medio mejor para la solución de la mayoría de los problemas políticos y sociales en democracia, y más en sociedades plurales y complejas como la española de hoy. La cultura política que no entiende la transacción como traición ni pactar como claudicar, sino como búsqueda de puntos de encuentro que, más allá de objetivos particulares, atiendan intereses generales. Proceder así devolverá confianza en la política, un bien ciertamente escaso en estos últimos años, y facilitará mantener la estabilidad institucional, el gran activo del periodo que ahora parece llegar a su término. Un final que entraña no tanto amenaza cuanto promesa: la oportunidad de construir una democracia de más calidad. La economía no tardaría en agradecerlo.

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