Dónde está el peligro también está la salvación. Sin ignorar los riesgos, hay que aprovechar las oportunidades. Se trata de España, y del complejo escenario que estrena 2016.

Tres problemas comparecen simultáneamente. El primero es Cataluña. Primero y principal: no es de naturaleza jurídica, ni tampoco ya de contenido económico; es de orden político, y del nivel más alto por razones obvias: el desafío independentista marca el paso. El segundo es la economía: conseguir dar continuidad a la recuperación que en el curso del año pasado ha cobrado fuerza, pero que encara obligadamente un triple reto: uno, la enorme tasa de paro, cuyos componentes crónicos serán difícilmente combatibles sin avanzar en la modernización del mercado laboral; otro, las finanzas públicas, con un déficit que se resiste a bajar y con un endeudamiento que alcanza el cien por cien del PIB; finalmente, el sector exterior, para mantener su buen desempeño de los ejercicios más recientes en el marco de un crecimiento que ahora se anuncia “decepcionante” para la economía mundial. El tercer problema tiene carácter envolvente pues atiende a la regeneración institucional y al rearme moral tan insistentemente demandados por la ciudadanía; exigencia de regeneración y rearme que explica cumplidamente los resultados del 20D.

Todo ello conforma una situación hasta un punto inédita —es el término hoy más repetido— en la democracia española, sin duda amenazante aunque también promisoria: una oportunidad de relegitimación de un sistema que tantos logros ha cosechado para la España de nuestro tiempo en términos de prosperidad económica, apertura internacional y cohesión social. La pelota está en el tejado de los partidos políticos; y la sociedad civil debe pedírselo imperiosamente.

Así lo hace, por ejemplo, el reciente pronunciamiento del Círculo Cívico de Opinión a favor de abordar en la legislatura que comienza una profunda reforma política en tres etapas sucesivas. Como punto de arranque, un gran pacto político entre los principales partidos que ratifique la unidad de España y la obligación de respetar la Constitución y las leyes, también para cualquier modificación de las mismas. Acto seguido, la formación de un gobierno estable que encare los numerosos problemas de ineficiencia institucional en las administraciones públicas, en el funcionamiento de los partidos políticos, en la ley electoral, en la gigantesca y anquilosada clase política, en el desaforado aforamiento, en el burocrático funcionamiento del Congreso y del Senado, en la fiscalidad y en el sistema de financiación autonómica. El corolario —o tercer paso— la reforma de la Constitución de 1978. Renovación del texto constitucional que ha de tener como parte esencial una nueva articulación territorial del Estado como alternativa al actual dilema catalán entre la independencia y el statu quo, y que deberá ser refrendada en referéndum en toda España, lo que quiere decir también en Cataluña, integrando de nuevo así a la ciudadanía catalana en un proyecto común.

La ocasión es propicia, no debe desperdiciarse. Que no nos sea aplicable la sentencia de Yeats, tan oportunamente recordada estos días: “los mejores carecen de toda convicción y los peores están llenos de apasionada intensidad”.

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