Entre los muchos retos que encara la universidad, el de la financiación no es uno de los menores. Pasado lo peor de la crisis, ahora podría ser un momento propicio para abordar con seriedad y decisión un problema ya demasiado tiempo aplazado. Definir las líneas de orientación futura de una reforma universitaria requiere, además de una clara determinación, una profunda y rigurosa reflexión sobre muy diversos ámbitos, entre los que se encuentran algunos como los que se plantean a continuación.

 Más, mejor y distinta financiación. En educación superior necesitamos invertir, no solo porque los recursos se hayan visto recortados en los años de crisis o porque nuestros niveles resulten inferiores a los de otros países, sino también porque las universidades afrontan una mayor diversidad de tareas, están sometidas a más competencia y han de responder a superiores exigencias de calidad y de rendimientos.

Más no es necesariamente mejor, y por eso la financiación universitaria del futuro ha de ser distinta, al menos en los siguientes aspectos: diversificando fuentes de financiación y aumentando los recursos privados y externos; vinculando la financiación no solo a variables docentes y de número de estudiantes sino también a la investigación y a otras variables de actividad y resultados; incrementando las aportaciones procedentes de la prestación de servicios; y renovando los planteamientos para responder a las nuevas necesidades, tareas y procesos universitarios.

No parece que esta cuestión pueda suscitar desacuerdos pero plantea, en cambio, notables incertidumbres respecto a la capacidad efectiva de las universidades para movilizar y generar nuevas fuentes de financiación, en un horizonte en el que no cabe esperar aumentos sustanciales de los recursos públicos en la educación superior y en el que, de mantenerse tasas de crecimiento económico de alrededor del 3%, podrían incluso encontrarse dificultades para mantener el actual porcentaje de participación en el PIB.

Coste, valor y precio. La reformulación de la financiación universitaria debería de tratar de restaurar de algún modo la elemental relación económica que debería existir entre coste, valor y precio. Con lo que ahora nos encontramos, en cambio, es con una brecha creciente entre los precios de las matriculas y la financiación por estudiante entre las diversas Comunidades Autónomas, debidas a razones exclusivamente territoriales. ¿Son sostenibles esas significativas disparidades desde el punto de vista del principio de la garantía en el acceso a los servicios públicos en condiciones similares en todo el territorio nacional?

Pero lo que ahora quiero resaltar, sobre todo, es que esas diferencias responden a motivos de índole puramente político y administrativo y no a variables relacionadas con el coste de producción o con la calidad y el valor de las enseñanzas en los distintos programas y universidades, que, en una curiosa paradoja, no valdrían para explicar ni las diferencias que se registran entre Comunidades Autónomas ni la uniformidad de precios existente dentro de cada una de ellas.

¿Nórdicos o americanos? Nórdicos, con elevados niveles de gratuidad y de financiación pública sustentada en un sistema fiscal eficiente y progresivo. O americanos, con elevada financiación privada y altos precios de las matrículas, en contraposición al modelo dominante en Europa.

Aunque no fuese en términos tan extremos como los que (un poco provocativamente) he querido utilizar en esa pregunta, lo que resulta imprescindible para el diseño de la financiación universitaria del futuro es despejar ambigüedades, evitar medidas contradictorias y afrontar la compleja tarea de decantarse por algún modelo de referencia en el espinoso dilema de optar entre la gratuidad completa o la contribución al coste de las enseñanzas.

Para hacerlo, hay alguna referencia que podría resultar reveladora. En una encuesta realizada por la “Fundación Europea Sociedad y Educación” (admito que otras encuestas puedan decir algo distinto) la opción de gratuidad completa era la preferida mayoritariamente dentro de la comunidad universitaria. Pero, por contra, no era así en el conjunto de la sociedad que, por una significativa mayoría de alrededor de dos tercios, se decantaba por las opciones del pago de los costes de la matrícula con ayudas para los que no pudieran afrontarlos por razón de sus niveles de renta o con el complemento de un sistema de préstamos.

Lo barato sale caro. En ese contexto, el debate sobre los precios de las matrículas de las enseñanzas universitarias me parece inaplazable, especialmente cuando ha surgido un amplio movimiento a favor de su reducción, que considero completamente desacertada. Una propuesta como ésa me parece un ejemplo paradigmático del tipo de medidas que, de modo seguramente bienintencionado, conducen justamente a lo contrario de lo que aparentemente persiguen; y me recuerda el caso, de hace ya unos cuantos años, en que por no atreverse a subir el precio de los sellos del servicio público de correos lo que se consiguió fue que proliferasen todo tipo de mensajerías privadas.

Bajar las matrículas puede concitar momentáneos aplausos, pero temo que tenga el efecto de lo que, a veces, ocurre con las gangas: que lo barato acabe resultando caro. Y ello por dos razones principales. La primera porque, en un marco de insuficiencia de la financiación, detraer recursos sin garantías de contrapartidas supone un serio riesgo de deterioro de la calidad y el funcionamiento de la universidad pública que, a la larga, podría conducir a la más profunda de las inequidades: a una radical e indeseable segmentación entre una universidad privada para quiénes la puedan pagar y una universidad pública para quiénes no puedan hacerlo.

La segunda razón remite también a un problema de equidad en la apropiación pública o privada de los beneficios derivados de la educación. Son conocidos los argumentos teóricos en favor de la financiación pública de la educación, basados en la existencia de externalidades positivas que contribuyen al crecimiento económico y al bienestar social y benefician al conjunto de la sociedad. Pero hay también una apropiación privada de esos efectos de la educación, que justificaría que los beneficiarios individuales contribuyesen a sufragar o a devolver, al menos parcialmente, el coste de unas enseñanzas financiadas por la sociedad que les permitirán acceder en el futuro a mayores niveles salariales y de renta. Por si esto requiriese de alguna ejemplificación: ¿lo que proponemos es la gratuidad de un master, de odontología por ejemplo, que permitirá a los futuros titulados aplicar elevadas tarifas en los implantes a los miembros de la sociedad que les ha financiado los estudios?

No, no creo que la solución esté en bajar el precio de las matrículas sino en potenciar el sistema de becas y diseñar un adecuado sistema de préstamos (que, por cierto, habría que preguntarse por qué no han funcionado en España). Las becas sí pueden responder a los principios de equidad que no se alcanzan con la bajada de los precios de las matrículas. Reforzar las becas resulta indispensable cuando nuestro sistema es débil y notoriamente insuficiente, cuando se sitúan por debajo de otros sistemas universitarios y han sufrido un retroceso en los últimos años. Un sistema de becas bien diseñado debería, además, atender principalmente a cubrir el coste de oportunidad de realizar estudios (“becas salario”) para las rentas más bajas y podría constituir un poderoso instrumento de movilidad y de fomento de la competencia universitaria.

¿Cambio de financiación o financiación para el cambio? No se trata solo de cambiar la financiación sino de hacer de la financiación un potente y eficaz instrumento para el cambio universitario, con los objetivos de lograr una mayor eficiencia y mejores resultados y promover una adaptación de estructuras.

Lo que algunos estudios han podido constatar es que, hasta ahora, no se ha hecho una asignación eficiente de la financiación de acuerdo con perfiles de especialización, objetivos, actividades y resultados de las universidades; que ha sido escasa la participación de variables de actividad y resultados en la asignación de la financiación; y que una mayor financiación no ha sido consecuencia de una mayor actividad ni garantizado mejores resultados.

Por eso, los objetivos de eficiencia y resultados, tantas veces relegados frente a los de suficiencia y equidad, han de ser reforzados en el diseño y desarrollo de los sistemas de financiación del futuro. Por eso, junto a la demanda de aumento de recursos hay que ofrecer señales nítidas de optimización y racionalización de los gastos y a la perspectiva desde el lado de los ingresos se ha de incorporar la visión desde el lado de los costes de producción de los servicios universitarios, que requiere un profundo y detallado análisis de su magnitud, estructura y comportamiento del que no se dispone plenamente todavía. Y por eso la financiación ha de orientarse y concebirse como un elemento de incentivo para mejorar los rendimientos y resultados, para estimular la profesionalización de la gestión universitaria y para promover el cambio organizativo y la modernización de estructuras y procesos.

La receta y el guiso. Las “recetas” técnicas importan, pero el “guiso” de la gestión del cambio resulta la clave última y más decisiva en todo proceso de transformación y reforma y, en particular, en el de renovación del sistema de financiación universitaria, que tantas veces se ha visto abocado al fracaso precisamente por no tomar demasiado en cuenta las dosis de ingeniería social y política que requiere.

Esa gestión del cambio no resulta, desde luego, nada sencilla y no se ve facilitada por un entorno en que actúan limitaciones como las derivadas de las estructuras de gobierno universitario; de la falta de estrategias bien definidas no solo por parte de las universidades sino, a veces principalmente, por las administraciones educativas; o simplemente de la falta de visión, coraje, oportunidad o interés para afrontar problemas complejos.

No está a mi alcance dar mas recetas para ese guiso que dos sencillas recomendaciones finales. Por una parte, la de guiar la gestión del cambio por los intereses de la sociedad y de la institución frente a la lógica de los grupos corporativos universitarios. Y, por otra parte, la de cambiar modos de pensar la financiación universitaria que se han quedado obsoletos en esta era digital en que están cambiando aceleradamente los soportes, los formatos, los procesos, los productos y los modos de gestión y organización de los sistemas universitarios.

Juan A. Vázquez García

Universidad de Oviedo

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