Ocupan un lugar secundario en el contenido informativo de unos y otros medios generalistas, pero los hechos noticiables con signo positivo sobre la economía española no dejan de sucederse. Lo menos estimulante siempre hace más ruido, acaparando protagonismo: solo el bien es silencioso, sentenció memorablemente Goethe.
Hay donde elegir en el curso de las últimas semanas. España ha vuelo a encabezar en 2017 —y ya van tres años— el crecimiento de las principales economías avanzadas, por delante no solo de Alemania, Reino Unido, Francia e Italia, sino también de Estados Unidos, Canadá y Japón; tres ejercicios consecutivos con aumentos del PIB superiores al 3 por ciento, con previsiones prometedoras para los dos próximos. Una más que sobresaliente fase expansiva, aunque todavía muchos se resistan a reconocerlo. Con el empleo ocurre algo parecido: entre 2009 y el final de 2013, la destrucción de puestos de trabajo se aireaba con fuerza mes a mes y trimestre a trimestre; pero la creación de más de dos millones en los últimos cuatro años se tiende a comentar con sordina, incluso si la EPA de turno —como es el caso de la más reciente— apunta evidentes señales de empleos de mayor calidad. Llamativo resulta igualmente el contraste en el tratamiento de los indicadores referidos al respaldo exterior de los mercados. Las alzas de la prima de riesgo española —cuando escalaba hasta cimas superiores a los 600 puntos básicos— fueron noticia destacada casi semana a semana; en cambio, conseguir mantenerse en torno a 100 puntos básicos desde 2015 no ha merecido atención, como tampoco caer ya claramente por debajo de ese nivel en los últimos días del recién concluido mes de enero. Lo mismo cabría decir de la solvencia de la deuda pública española, dándose poco menos que en letra pequeña la mejora del “rating” español con que ha empezado 2018, o el exceso de demanda que se registra en las últimas emisiones de bonos a diez años. Así se procederá también cuando, ya pronto, las autoridades europeas pongan fin al procedimiento de déficit excesivo que se le abrió a España en 2010. Las buenas noticias venden menos.
Y muy buenas son las que, un día sí y otro también, brinda el desempeño internacional de las empresas españolas, aunque no alcance las más de las veces brillo informativo. En menos de un mes, por ejemplo, al menos cuatro son bien reveladoras: las pruebas promocionales completas de la línea Medina-La Meca, el “AVE de los peregrinos”, un complejo proyecto liderado por un consorcio español; el parque eólico marino de Wikinger en aguas alemanas del Báltico, a cargo de Iberdrola; la toma de control por Grifols de la compañía tecnológica estadounidense orientada a la industria farmacéutica, Medkeeper, y la selección del consorcio liderado por ACS y su filial Hochtief para la adjudicación del ambicioso proyecto de modernización del aeropuerto de Los Ángeles. Ingeniería española excelentemente cotizada en el ancho mundo; tecnología española exportable y exportada: una magnífica realidad a la que sigue sin prestársele aquí adentro la atención que merece.
Hacerlo, apreciar debidamente los activos con que contamos —no me importa repetirlo— es tarea tan necesaria como urgente. Eso es quizá lo más importante que nos falta.
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