Cuando se ha sido víctima de sucesivas decepciones —los “brotes verdes” anunciados por unos y otros—, cuesta recuperar la confianza. Por eso, y porque de antiguo solemos hacer más caso a los de fuera, hay que dar la bienvenida a las multiplicadas señales que desde ahí están llegando. Las emiten los mercados de deuda —con un bono a 10 años que en menos de quince meses ha bajado del 7,5 al 4 por ciento— y la inversión extranjera directa —con una suma hasta agosto que en la última década solo se superó en 2008—; las hace suyas la prensa más conspicua —para “The Economist” la de España “es ahora una historia de esperanza”, bien merecedora, según “The New York Times”, de “tener de nuevo un lugar bajo el sol”; las suscriben altos responsables europeos —el “optimismo” expresado por el presidente del Eurogrupo en su reciente visita— y agencias de calificación, revisando Fitch positivamente nuestra nota después de cinco años de hacerlo en sentido contrario. Incluso el “viva España”, tan raro y hasta sospechoso entre nosotros, lo proclama sin tapujos el último informe de Morgan Stanley.

La exclamación a tenor de bastantes indicadores no deja de estar justificada. Los referentes al sector exterior son espectaculares: crecimiento sostenido de las exportaciones, diversificación de mercados y de oferta, consiguiéndose en un tiempo récord y sin ayuda de resortes cambiarios pasar de unas necesidades de financiación exterior que rondaban el 10 por ciento del PIB a registrar un superávit cercano al 2 por ciento. Un logro sin apenas parangón dentro o más allá de nuestras fronteras, que invita a pensar que no sólo se está creando “buen caldo de cultivo” —en términos de la consultora PwC— para el inicio de la recuperación, sino también que esta puede ser rápida, sobre todo si llegan estímulos provenientes de la eurozona, o sea, de Alemania.

Ahora bien, rapidez no es igual que firmeza, ni siquiera contando con esos apoyos foráneos. Una recuperación firme y, por tanto, duradera requiere aliento reformador de gran calado, pues ha de atender al plano institucional en un doble sentido. De un lado, porque ha de abordar la reforma de la Administración, principal asignatura “troncal” pendiente, hasta hoy suspendida con nocivos efectos sobre toda la actividad productiva y mercantil (botón de muestra más reciente: solo hay 47 países en todo el planeta donde abrir un negocio sea más difícil, ocupando España en el “Doing Business 2014” del Banco Mundial el puesto 142º tras exigir 10 trámites y requerir un proceso de al menos 23 días). De otro lado, porque la crisis económica aquí está entreverada de crisis institucional, que es crisis de modelo de Estado (un todo fragmentado en 17 unidades mal articuladas, con un peso agobiante de los partidos políticos en toda la vida pública, segregando una democracia de muy baja calidad) y que es crisis de liderazgo político. La recesión ha hecho perder credibilidad a las instituciones y a los políticos, pero a su vez la crisis institucional, gestada desde bastante antes del final del ciclo económico expansivo, ha activado y ahondado las dificultades económicas. En consecuencia (así lo advierte el Círculo Cívico de Opinión al proponer un compromiso de regeneración democrática), no se debería confiar, como quizá esté haciendo el gobierno, en que recuperada la economía todo lo demás se solucionará. Sería una salida en falso.

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