Hay que pisar fuerte el acelerador de las reformas: seis millones de parados nos contemplan en un escenario público repleto de esa planta invasiva y letal que es la corrupción. El tiempo vale ahora más que nunca. Deben aprovecharse los signos positivos registrados en las últimas semanas, tanto a escala europea, en particular en los países periféricos (mejores condiciones en la colocación de bonos, incremento de los flujos de capital, aumento de los depósitos bancarios…), como en la economía española, especialmente el sostenido esfuerzo de internacionalización por parte de las empresas y el alivio que en su carga financiera han encontrado las mayores de ellas, dos hechos que se suman a los excelentes datos que suministra la balanza comercial.

Conviene, dicho de otro modo, reducir cuanto antes la poblada sala de espera de los proyectos de reforma que constituyen precondiciones para impulsar el crecimiento o que pueden, cuando menos, coadyuvar a la recuperación de ciertos ritmos de actividad. En algunos casos, además, su aplicación no tendrá más costes que los políticos de remover situaciones de poder o influencia establecidas. Tres, al menos, reúnen esas características: reforma de la Administración, liberalización de los servicios profesionales y unidad de mercado. Los tres pueden considerarse con razón fundamentales en el sentido apuntado, los tres fueron anunciados como prioritarios bastantes meses atrás y los tres presentan beneficios potenciales muy altos sin que su implementación obligue a desembolsos mínimamente apreciables. Es el momento de sacarlos adelante.

Por fortuna, enero se ha despedido con la aprobación por el Consejo de Ministros del tercero de los citados, el proyecto de ley de unidad de mercado, cuyo objetivo —según la referencia oficial—es eliminar las trabas que supone la existencia de 17 normativas autonómicas distintas con “mas de 100.000” normas legales concernientes al comercio promulgadas desde 1978. La nueva ley podrá elevar en 1,52 puntos el PIB en diez años, un 0,15 por ciento lineal al año, 1.500 millones de euros, según estudios del Ministerio de Economía y Competitividad.

Se trata de poner coto, en definitiva, a la incesante atomización de nuestro mercado interior y a esa vertiginosa fragmentación normativa propiciada por la “dinámica centrífuga” del Estado de las Autonomías, cuyo principio rector, a su vez, ha sido el “afán diferenciador”. Un frenesí regulatorio que va del derecho urbanístico a los servicios de salud, de la gestión aeroportuaria a la del medio ambiente, y que, a pie de tienda, ofrece una pléyade de reglamentaciones distintas en lo tocante a horarios comerciales, etiqueta del producto o especificaciones que debe incorporar para que su venta sea autorizada. Un auténtico disparate, diciéndolo en román palatino, que no puede sino retraer el emprendimiento. De ahí que las Cámaras de Comercio hayan saludado la iniciativa gubernamental como un “paso decisivo” para la libre circulación de bienes y servicios, con potencialidad para reducir “el coste regulatorio”, liberar inversión y facilitar la creación de empresas y la generación de empleo”. Es, en definitiva —permítaseme señalarlo—, como volver a empezar, ya que la creación del mercado nacional, con un grado creciente de articulación y porosidad internas, fue la gran tarea emprendida y ejecutada durante el siglo XIX. Vivir para ver.

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