En la gestión de la severa y prolongada crisis de la eurozona los desenlaces siguen basculando entre opciones extremas: la reversibilidad de lo conseguido frente a la intensificación de la dinámica de integración. Esta última dirección, la búsqueda de “más Europa” es, lógicamente, la alternativa oficialmente más recurrida, no solo por la Comisión, sino por algunos gobiernos. Responder a problemas inmediatos, urgentes, con horizontes u objetivos a largo plazo no siempre es la consecuencia de una ambición, sino también la manifestación de una incapacidad: una forma de eludir los costes y fricciones  de soluciones inmediatas. La Unión Fiscal, la Unión Bancaria e incluso la Unión Política han sido invocadas como referencias finalistas con las que purgar los pecados originales de la ahora problemática unión monetaria. Lo cierto, en todo caso, es que frente a cualquier tentación disgregadora o fragmentadora una mayor integración se presenta como una solución más ventajosa para el conjunto. Ante situaciones extremas, se trata de hacer, nuevamente, de la necesidad virtud. En ausencia de percances en la instrumentación del programa de apoyo difundido por el BCE para economías como la española e italiana, la cesión de soberanía nacional afectará de forma relativamente rápida a la supervisión bancaria.

La estrecha vinculación entre la inestabilidad de los mercados de deuda pública y la erosión de la solvencia bancaria, definió la entrada de la crisis de la eurozona en una nueva fase, con especial afectación a España e Italia. Fue en el Consejo Europeo del pasado 29 de junio en el informe presentado por el presidente del Consejo (“Hacia una genuina Unión Económica y Monetaria”) cuando formalmente se lanzó la idea de un supervisor bancario único. Ese mismo día los jefes de estado y de gobierno de la eurozona establecieron como condición para que el European Stability Mechanism (ESM) llegara a recapitalizar directamente a los bancos (a no recargar las deudas públicas de las economías más vulnerables) que existiera un solo supervisor bancario en la eurozona y este fuera el BCE. Ahora la Comisión Europea parece tener prisa. Antes de final de año los reguladores bancarios de la eurozona deberán transferir gran parte de sus competencias y poderes al BCE, previa aprobación de los correspondientes gobiernos nacionales, del ECOFIN y las consultas al Parlamento Europeo.  A principios de 2013 debería estar operativa esa supervisión bancaria integrada. Un  plazo poco realista si tenemos en cuenta que ese otro elemento de la unión bancaria, el sistema de garantía de depósitos lleva más de dos años de trámite, a pesar de que no exige unanimidad para su aprobación.

Ahora, cuando no pocos indicadores revelan un debilitamiento de la integración financiera  se concluye que la necesidad de esa supervisión  es básica  en el seno de una unión monetaria. Hasta ahora la coordinación entre los supervisores y las instituciones europeas se limitaba al intercambio de información y a procedimientos informales de cooperación.  Pero la experiencia de estos años es suficientemente explícita por el lado de los costes: con datos de la propia Comisión, entre octubre de 2008 y octubre de 2011 las ayudas y garantías aportadas en los distintos países a sus bancos han alcanzado 4.5 billones de euros.

La idea de Unión Bancaria no es algo nuevo. El Parlamento Europeo, al menos desde 2000, ha formulado diversas resoluciones en la dirección de unificación de la supervisión de los sistemas bancarios. Ahora la transferencia al nivel europeo de competencias reguladoras sobre el conjunto de los sistemas bancarios y de la correspondiente estructura institucional es muy probable que termine siendo una realidad. La supervisión unificada es la pieza central, el verdadero fundamento y punto de partida. A ella se han de añadir una regulación bancaria única, un fondo  de garantía de depósitos único  y un mecanismo igualmente común de resolución de crisis. Estos son los componentes de la Estructura Financiera Integrada que Van Rompuy presentó en su informe ante el Consejo del pasado junio.

Como en todo proyecto comunitario de alcance, no son pocas ni poco relevantes las dificultades que apenas nacido empiezan a emerger. La primera es la derivada de su ámbito de aplicación. Aunque en principio la iniciativa es vinculante para las 17 economías que integran el euro, se encuentra abierta a las restantes de la UE que quieran formar parte de la misma. Son comprensibles  las inquietudes de algunos bancos provenientes de otros países europeos no pertenecientes a la eurozona pero con actividades transfronterizas. Como era de esperar, la oposición más relevante es la de las autoridades de Reino Unido, donde se localiza la mayor industria de servicios financieros de Europa. Las demandas legítimas de salvaguardas para preservar el mercado único tratan de defender el papel todavía diferenciado de la city londinense como  principal plaza financiera de Europa.

Otra objeción al proyecto, en este caso de las autoridades alemanas, nos remite al tamaño o complejidad de las entidades bancarias objeto de esa supervisión común. Frente a la pretensión de la Comisión y del BCE de extender la cobertura de la supervisión a los 6.000 bancos de la eurozona, el gobierno alemán ha defendido su limitación a las 25 de mayor dimensión. La razón fundamental, el carácter potencialmente desestabilizador de las entidades consideradas sistémicas, no se compadece, sin embargo, con la experiencia deducida de esta crisis. Han sido precisamente entidades de pequeña o mediana dimensión relativa, como bien ilustra el caso español, las que han encontrado mayores dificultades de solvencia.

Menos controvertida, pero generadora de ciertas susceptibilidades en el seno de las propias instituciones comunitarias es el papel central que pasa a desempeñar el BCE. A esta institución se le asigna la capacidad para conceder y revocar licencias bancarias, así como para forzar programas de recapitalización de las entidades. La argumentación principal en la que se basa esa asignación excepcional  de funciones radica en la estrecha asociación observada durante esta crisis entre estabilidad bancaria y viabilidad de la unión monetaria. La más reciente y elaborada justificación de esa vinculación del banco central a las tareas de supervisión la ha aportado su vicepresidente  Vitor Constancio, en una conferencia la semana pasada . La principal institución tributaria de esa concentración de competencias en el BCE es la European Banking Authority (EBA), creada a finales de 2010, definidora de las pautas de recapitalización de los bancos del conjunto de la UE y conocida por la realización de los correspondientes tests de stress.  La EBA, en todo caso, seguirá siendo la garante de que la normativa bancaria del mercado único se aplica de manera uniforme en toda la UE.

Con todo, está por ver el grado de centralización efectiva que conlleve la unión bancaria: el margen de maniobra de las autoridades nacionales y la práctica que se hace  de la subsidiariedad, un principio básico en el ejercicio de las competencias europeas. El caso español es en cierta medida pionero en esta nueva andadura. El Memorandum of Understanding, consecuente con  la asistencia financiera europea a la recapitalización de nuestro sistema bancario, ya ha reducido de forma significativa la discrecionalidad de las autoridades supervisoras. A partir de ahora, más relevante que las formales cesiones de soberanía nacional es la observación del rodaje de este nuevo experimento,  de la relación efectiva, no siempre exenta de conflictos, entre estabilidad financiera y política monetaria, y desde luego, de aquellas otras decisiones fortalecedoras en materia de solidaridad fiscal de la todavía limitada unión monetaria.

(Publicado en El País, Negocios, 16 de septiembre)

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