Desde el 9 de mayo de 2010 lo esencial de la política económica española no se formula en nuestro país. Las decisiones anunciadas ayer por el presidente del gobierno completan una larga sucesión de iniciativas no coincidentes básicamente con los planteamientos con los que los dos últimos gobiernos concurrieron a las elecciones. Se trata, esencialmente, de imposiciones externas: contrapartidas a los apoyos financieros, ya comprometidos o potenciales, de la Unión Europea. Son exigencias no muy distintas a las contenidas en los programas de rescate hasta ahora conocidos. Al igual que las aplicadas en aquellas economías periféricas no son precisamente favorecedoras de la recuperación a corto plazo del crecimiento económico y del empleo. En ausencia de recuperación significativa en la demanda interna o de nuestros principales socios comerciales, tampoco depararán mejoras inmediatas en el saneamiento de las finanzas públicas.
La principal diferencia con los paquetes aplicados en Grecia, Irlanda y Portugal, además de la denominación formal y del estigma de la intervención, radica en que estos países ya no sufren los rigores propios de la apelación a la financiación en los mercados financieros, mediante subastas de bonos cada día más caras. Nuestro Tesoro no conoce con la certeza de aquellos las condiciones en las que se financiará a partir de ahora; la experiencia también nos obliga no dar por definitiva la moderada reacción favorable de los mercados a los anuncios del gobierno. Otra diferencia con los programas exigidos a esos tres países es la asociada a la más estricta condicionalidad específica impuesta sobre el sector bancario español, consecuente con la petición de la línea de crédito destinada a la recapitalización de los bancos.
La intervención sectorial deja lugar a pocas dudas. La detenida revisión del “Memorandum of Understanding,” ( MoU) asociado al apoyo bancario, además de muy serias restricciones sobre la capacidad de actuación de las autoridades españolas, exige una redefinición funcional de competencias y autoridad en el seno de nuestras instituciones, del Gobierno y del Banco de España. Para que no quepan dudas de las muy significativas restricciones en los procesos de toma de decisiones, se establece esa revisión trimestral que ejercerán la Comisión Europea, el BCE y el FMI. Esa troika deberá ser consultada siempre que se plantee cualquier tipo de decisiones sobre las empresas financieras supervisadas.
Ese estricto control sobre el sistema bancario es comprensible y hasta puede merecer la pena. Quien pone a disposición una suma de hasta 100.000 millones de euros, en condiciones de tipo de interés y vencimiento atractivas, se encuentra legitimado para intervenir en toda regla en el funcionamiento del sistema bancario. Al menos en esos grupos de entidades que necesitarán fondos públicos. Muy probablemente, si la aplicación del calendario detallado en ese documento se cumple sin interferencias de ningún tipo, el conjunto del sistema bancario español quedará mejor capitalizado que el promedio europeo. Contemos, en todo caso con que los bancos, especialmente los que reciban apoyos, tardarán tiempo en normalizar su oferta de crédito.
Con independencia de otros detalles de ese MoU, tampoco deja lugar a dudas de la vinculación entre la condicionalidad bancaria y la de carácter macroeconómico. Solo desde la ingenuidad podría asumirse que la puesta a disposición de esa línea de crédito pasaría por alto el estrecho marcaje de los objetivos de saneamiento de las finanzas públicas y la intensificación de las reformas estructurales que Bruselas considera necesarias. Algunas de estas últimas con un grado de detalle, como el que se despliega en el punto 31 de ese documento, que más parece el propio de un plan de rescate general que sectorial. A estas alturas poco debería importarnos la calificación de la intervención europea sobre nuestra economía si esta se tradujera en una rápida recuperación de su crecimiento y del empleo. Pero me temo que no será así.
A las decisiones conformadoras del cambio de rumbo en la política económica iniciado en mayo de 2010, además del rápido acuerdo para enmendar la Constitución, se añaden otras que no formaban parte de la voluntad inicial de los gobernantes españoles. Tampoco está claro que sean soluciones adecuadas a la naturaleza de los desequilibrios de nuestra economía, fundamentalmente localizados en el exceso de endeudamiento del sector privado. Deuda a todas luces excesiva de empresas y familias, en su amplísima mayoría con bancos españoles que, a su vez, mantienen elevados pasivos frente a otras empresas financieras del resto del mundo. Prioritaria ha de ser, por tanto, la reducción de ese excesivo apalancamiento privado, con el fin de que deje de alimentar el endeudamiento público. Ahora lo viene haciendo directamente, mediante la aportación de fondos públicos a los bancos, o de forma más gradual, a través de contracciones en la recaudación tributaria consecuentes con la menor generación de rentas: con la continuidad de la recesión y del aumento del desempleo.
Es por ello que el apoyo directo con fondos europeos a la recapitalización de la mayoría de los bancos españoles constituye una buena solución. Mucho más si efectivamente el crédito dispuesto acaba en los balances bancarios, en lugar de engrosar la deuda pública. Y, además, las condiciones en términos de tipos de interés y vencimiento son tan favorables como las que se presumen. Normalizar el funcionamiento de la intermediación bancaria, la asignación de crédito a proyectos viables de inversión, es tan necesario como aislar el potencial contaminador del sector bancario sobre el resto de la economía, en especial sobre las finanzas públicas. Y ahora estamos mucho más cerca de conseguirlo.
Menos evidente es que las decisiones de ajuste que se acaben de adoptar faciliten la otra normalización, la de la actividad real, la inversión empresarial y la reducción del elevado desempleo. Claro que han de ser bienvenidas aquellas reformas en la dirección de mayor racionalización y mejor funcionamiento de los mecanismos de asignación. Pero lo esencial de esos 65.000 millones de euros contribuirá a deprimir aun más la actividad a corto plazo.
La evidencia, dentro y fuera de España, es suficiente: la austeridad presupuestaria indiscriminada y muy concentrada en el tiempo, simultánea con una recesión en el conjunto de la eurozona, no favorece la recuperación inmediata de la economía. Con independencia de cada una de las actuaciones anunciadas ayer, la amplia mayoría de ellas inhibirá las decisiones de gasto de las familias y empresas. Nada claro está que esas nuevas dosis de austeridad generen los efectos favorables esperados sobre los mercados financieros. La evidencia nos dice que la austeridad presupuestaria no es expansiva cuando las demás políticas no palian sus efectos inmediatos depresivos. También sabemos la importancia esencial que en el escrutinio de los mercados de acciones y de bonos juegan las expectativas de crecimiento económico.
Con mayor o menor diligencia, las autoridades españolas han adoptado decisiones que no estaban en sus agendas. Se supone que lo han hecho asumiendo que constituyen una condición necesaria para recibir ayudas sectoriales o genéricas. La primera entrega de las bancarias serán esos 30.000 millones de euros. Pero es posible que España, al igual que Italia, pueda volver a necesitar apoyos como los que el BCE suministró el pasado agosto a través de la compra de bonos públicos de esos tesoros en el mercado secundario. El repertorio de propósitos anunciados ayer por el presidente del Gobierno debería constituir por si mismo una suerte de garantía para que el tesoro español no tuviera que soportar costes de financiación excesivos, como los incurridos en las ultimas subastas o los que señalan los mercados secundarios. De lo contrario, estaríamos en el peor de los escenarios posibles: con políticas propias de un país intervenido, pero sin la ventaja de los relativamente bajos costes de financiación de estos últimos. Razonable sería, en consecuencia, que la capacidad de interlocución de nuestro gobierno en Bruselas, Fráncfort y Berlín mejorara en una proporción no muy inferior a la que se endurecerán las condiciones de vida de la mayoría de los españoles.
(Publicado en El Pais, 12 de julio)