La inestabilidad financiera no ha desaparecido de la eurozona. Casi cuatro años después de la emergencia en EEUU de la crisis  más severa y compleja desde la que desencadenó la Gran Depresión, las tensiones en los mercados de deuda pública de la  eurozona siguen constituyendo una seria amenaza al bienestar de sus ciudadanos. Lo hace no solo cuestionando posibilidades de crecimiento económico y de reducción del desempleo, drenando recursos públicos, o acentuando la inhibición  de las decisiones empresariales de inversión, sino lo que quizás  ya ha cobrado más relevancia, erosionando la confianza en las instituciones europeas.  Escenarios radicales como los asociados a la fragmentación, segmentación o exclusión de países de la zona monetaria común siguen siendo desenlaces no  descartados. Al menos de las expectativas que manejan los inversores en bonos soberanos.

La razón de las renovadas tensiones en esos mercados son las mayores probabilidades asignadas a  la reestructuración de la deuda griega (doce meses después de la concreción del programa de ayuda, por 110.000 millones de euros a tres años), de la mano  de las propias dificultades de ese país y de las imprudentes declaraciones de algunos políticos germanos acerca de la proximidad de un desenlace tal. El  término “reestructuración” genera   lógicos temores de los inversores privados a sacrificar parte del principal de la deuda. En el tipo de interés con el que el mercado de bonos lleva días cotizando los títulos griegos (18,5% los que tienen vencimiento a dos años o 14% el correspondiente a 10 años) esta implícito un elevado riesgo de solvencia: significativas probabilidades de que los tenedores de esos bonos se verán obligados a soportar no solo una extensión del vencimiento de los mismos, sino también una “quita” en su principal.

Aun cuando un desenlace tal haya sido descartado por instituciones como el BCE, el FMI, la OCDE o la propia Comisión Europea, los mercados parecen imponer  su propia evaluación del riesgo. No solo para fijar la distancia a la reestructuración de Grecia, sino para hacer lo propio con las otras tres economías consideradas periféricas, la española incluida.

Una de las primeras  consecuencias de esa depreciación de la deuda soberana  es la erosión del valor del patrimonio de  los principales inversores, los bancos de la eurozona. Dado el  deterioro similar, cuando no más acentuado, en la calidad de activos de otra naturaleza, las amenazas a la solvencia de las entidades financieras no facilita la necesaria normalización de la inversión crediticia. Es también el caso de España.

Es verdad que no tiene mucho que ver la situación de las finanzas públicas españolas, de su solvencia,  con los de Grecia, Irlanda o Portugal. Su nivel de deuda es significativamente más bajo,  no han existido anomalías en la contabilidad pública,  su sistema bancario mantiene una mayor  diversificación geográfica y, aunque reducido, el crecimiento económico esperado en los próximos tres años es también superior. Sin embargo, la contaminación es explícita, aun cuando la diferenciación favorable en la percepción del riesgo de crédito siga siendo muy marcada, a tenor  de la muy inferior  prima de riesgo.

Con todo, la peor consecuencia de  esta  dilatada precariedad en la eurozona no es el encarecimiento de la financiación pública, sino la desafección creciente de los ciudadanos, de los agentes económicos europeos,  de las instituciones y proyectos comunitarios. Esta ya era importante antes de que  algunas formaciones políticas en países del euro asumieran como señas programáticas de identidad la oposición al rescate a los países  más afectados por la crisis y, en definitiva,  a que la eurozona resuelva rápidamente esa asimetría entre una unión monetaria completa y un  inexistente federalismo fiscal. Este es el pecado original que arrastra el más emblemático de los proyectos de perfeccionamiento de la dinámica de integración europea.

(Artículo publicado hoy en El País)

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