Muchas han sido las voces que han tildado de “tortuoso” el proceso de elección de quién sucederá a Juncker al frente de la Comisión Europea el próximo 1º de noviembre, y no menos las que han detectado graves “fracturas” y “bloqueo institucional” en la UE cuando ha debido procederse a la designación de candidato para dirigir el Fondo Monetario Internacional. El pesimismo cotiza al alza en el mercado.

Es plausible, sin embargo, otra mirada sobre lo sucedido. En el caso de Ursula von der Leyen merece destacarse, por lo ejemplar, dos hechos. Primero, el esfuerzo que esta ha hecho y la capacidad que ha demostrado en elaborar un programa de gobierno para ganar la adhesión de la mayoría del parlamento de Estrasburgo, muy fraccionado y en el que casi un 60 por ciento de los eurodiputados lo son por primera vez; un programa prometedor y ambicioso —transición energética, economía y mercado de trabajo, igualdad de género, Estado de derecho, inmigración, política exterior, refundación democrática y Futuro de Europa—, que no elude concreciones en cada uno de sus capítulos; un programa pactado con los grandes grupos de la Cámara: conservador, social-demócrata y liberal, incorporando, a la vez, preferencias de otros (verdes, principalmente). Un “verdadero programa de gobierno”, pues, nada parecido a cierto “regateo de trilería” más cercano.

Segundo, la presentación ante el pleno, con un discurso tan brillante como medido, tan riguroso como emotivo, determinante para decantar los últimos votos necesarios. No lo tenía fácil cuando fue propuesta por los jefes de gobierno europeos, alterando la pauta —no poco discutida— de los spitzenkandidaten, pero esta mujer (Bruselas, 1959), perteneciente a la generación de hijos de los primeros funcionarios europeos en la capital comunitaria, lo consiguió. Y todo en apenas catorce días, tómese también nota. La votación, por supuesto, fue reñida, como en todo foro plural donde el voto no obedece a rígidas disciplinas colectivas: un dato más a favor de una elección promisoria.

Por su parte, la elección de Kristalina Georgieva, también ofrece aspectos reseñables y aleccionadores. Por lo pronto, la diligencia con que se ha procedido: el 2 de agosto, solo cinco días después de abrirse el plazo por parte del FMI para registrar nominaciones de candidatos —plazo que terminará el 6 de septiembre—, la UE aportaba este nombre. El de una mujer (Sofía, 1953) que, tras la inicial vivencia en la cerrada Bulgaria comunista, es poseedora hoy de sobresalientes credenciales de alta gestión en el ámbito supranacional, ya en el Banco Mundial, ya en la propia Comisión Europea. Pero no solo es cuestión de calendario. En las tres semanas precedentes se desarrollaron intensas negociaciones entre los Gobiernos, hasta acordar los cinco potenciales candidatos con más apoyos, momento a partir del cual —luz y taquígrafos en abundancia— los ministros de Finanzas buscan un consenso que, al no formarse y después de sucesivos autodescartes, obliga a elegir, mediante votación no secreta, entre los dos finalistas. Ni se apuran los plazos, ni se juega al ratón y al gato entre bastidores (¡qué contraste con lo nuestro!). Doble mérito, en fin, tratándose de la complejidad consustancial a la UE, todo un OPNI, esto es, objeto político no identificado, ajeno a las figuras convencionales de los manuales de Derecho Constitucional, como gustaba decir aquel buen conocedor y leal servidor suyo que fue Jacques Delors.

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