¿Es el alto nivel de desempleo la causa fundamental de la mayor desigualdad en España que en otros países? Tal afirmación, recogida en este Laboratorio de ideas hace unas semanas, suele ser común en los diagnósticos sobre el hecho diferencial de las mayores desigualdades de renta que se observan en nuestro país. Si bien la situación es hoy algo mejor que en los momentos más álgidos de la crisis, España sigue siendo uno de los países de la Unión Europea con mayor desigualdad.

Poner el foco exclusivamente en el desempleo puede hacer olvidar el fuerte componente estructural de la desigualdad. La predicción que cabría hacer de su evolución si se aceptara esta hipótesis es que los ciclos económicos expansivos deberían ser garantía inequívoca de su reducción. Los datos que conocemos desde el final de la crisis pa­recen desdecir, sin embargo, el automatismo de este hipotético proceso, al reducirse la desigualdad más lentamente de lo que aumentó durante el período recesivo.

Una de las constataciones más paradójicas del estudio de la desigualdad en España es, de hecho, la reducida sincronía entre su evolución y los cambios en las cifras de empleo. Existe creciente evidencia de que el impacto de las fases expansivas sobre los hogares con ingresos más bajos es considerablemente inferior al que tienen las recesiones. La relación entre los cambios en el empleo y la desigualdad está determinada, además, no solo por la evolución de los flujos sino por el tipo de empleo. Uno de los principales problemas de los puestos de trabajo creados desde el final de la crisis es su marcado carácter temporal y el aumento de las ocupaciones a tiempo parcial.

Es difícil pensar, por tanto, que el ritmo de creación de empleo actual vaya a reducir drásticamente el problema de la desigualdad. Cabe añadir que, tal como muestra el informe Mercado de trabajo del Observatorio Social de La Caixa, España es uno de los países con mayor número de “subempleados” por insuficiencia de horas trabajadas. Muchos trabajadores reciben una remuneración insuficiente no tanto porque lo sea su salario/hora sino por el reducido número de horas trabajadas.

La alta incidencia del empleo de bajos salarios y de la desigualdad salarial no son ajenas a un marco institucional –salarios mínimos todavía bajos y negociación colectiva dispersa– que las favorece. Como resultado, la persistencia en el tiempo de un segmento de empleo precario, con bajas remuneraciones y reducida movilidad ascendente, incorpora a la estructura social un factor claramente determinante de las diferencias de renta entre los hogares. Para que esa desigualdad en las rentas primarias no se traduzca en una ampliación de la brecha en la renta disponible resultaría necesario un gran efecto compensador de las políticas redistributivas.

Y es aquí, precisamente, donde mayores son las diferencias respecto a otros países europeos. Según datos de la OCDE, mientras que la desigualdad antes de la intervención del sector público a través de impuestos y transferencias no es significativamente diferente en España de la que registran los países centroeuropeos, los anglosajones o algunos países nórdicos, la que se observa cuando han entrado en juego ambos instrumentos es considerablemente mayor.

Parece obligado, por tanto, conectar el alto nivel de desigualdad en España con la limitada capacidad redistributiva de la intervención pública y revisar las claves que explican ese déficit. Una primera es el reducido impacto redistributivo de todas las prestaciones monetarias, salvo las pensiones contributivas, debido a una inversión de recursos inferior no solo al promedio de la UE-28 sino a la de algunos países con una renta per cápita inferior a la española. La incidencia redistributiva de las prestaciones económicas crece, fundamentalmente, cuando aumenta su peso sobre las rentas de los hogares. Parece imprescindible, por tanto, un aumento significativo de los recursos dedicados al sistema para ir cerrando esta brecha.

No se propone aquí, en cualquier caso, un incremento generalizado del gasto en todas las prestaciones. El aumento de recursos debería estar destinado a cubrir las lagunas más importantes en el sistema de protección actual. Un ámbito imprescindible es el de las prestaciones familiares, que ofrecen un nivel de protección muy bajo en el contexto europeo. Los costes de tan baja protección pueden ser grandes dados los altos niveles de pobreza en los hogares con niños, que impondrán dificultades en su vida adulta para generar ingresos, tener buena salud, oportunidades laborales o para alcanzar niveles adecuados en muchas dimensiones del bienestar.

En segundo lugar, el desarrollo de una red de prestaciones monetarias que ofrezca suficiente aseguramiento frente a los nuevos riesgos sociales parece imprescindible si se quiere abandonar el furgón de cola de los países de la Unión Europea en cuanto a los niveles de equidad en el reparto de la renta. Deberían intensificarse los esfuerzos de racionalización del conjunto de prestaciones no contributivas y aumentar los recursos invertidos en la protección de los hogares con menores recursos. Ante las desigualdades en las cuantías de las prestaciones y en la cobertura que ofrece cada comunidad autónoma, urge la definición de un sistema menos fragmentado y con mayor cobertura. Por otro lado, el hecho de haber dado gradualmente respuesta a los distintos riesgos a través de prestaciones específicas por categorías socioeconómicas ha dado lugar a un sistema poco articulado y con problemas de inequidad.

Los retos son importantes, más si cabe en el actual contexto de incertidumbre económica, y la solución al complejo equilibro de extender la protección sin poner en riesgo los objetivos de déficit público no es sencilla. Dar respuesta a estas necesidades debería ser, en cualquier caso, uno de los objetivos prioritarios del nuevo gobierno. Para ello serán necesarios no solo mayores esfuerzos sino también acuerdos sociales que permitan a España ir acercándose a los sistemas de bienestar social de los países de nuestro entorno.

Publicado en El País el 8 de diciembre de 2019

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