Por Juan Carlos Jiménez (Universidad de Alcalá).

Esta entrada constituye un resumen de la ponencia que el autor presentó en las XXXVI Jornadas de Alicante sobre Economía Española.


El final de la Cumbre del Clima de Glasgow (COP26) nos ha deparado la habitual sensación de la botella ─o copa─ medio llena (o medio vacía, según se mire). Lo malo es que la mitigación del cambio climático ya no admite medias tintas: para llegar a tiempo de parar (en dos tractos: detener el aumento de emisiones, 2030; emisiones cero y comenzar a revertir el calentamiento global, 2050) lo que ya no es una especulación, sino una realidad incontrovertible, la copa de los compromisos tenía que haber salido rebosante de Glasgow. Y no ha sido así.

Hace unos días, en las Jornadas de Alicante sobre economía española organizadas por ALdE, se abordó el tema de la transición ecológica, mientras en Glasgow aún se discutía y negociaba. A la luz de los resultados, el resumen de lo que se dijo en Alicante creo que puede darnos una idea de dónde estamos, hacia dónde vamos y hacia dónde deberíamos ir.

Antes de nada, ¿qué significa eso de la transición ecológica (o verde)? En esencia, descarbonización. Es decir, alcanzar mundialmente unas emisiones netas cero de gases de efecto invernadero (lo que consiste no solo en emitir mucho menos, sino también en permitir al planeta que haga su parte en la absorción natural de las emisiones a través de los llamados “sumideros naturales”: bosques, océanos…). Un camino, el de la descarbonización, que tiene en la electricidad ─verde, por supuesto─ su herramienta principal, al menos en el corto y medio plazo (y tal vez en el más largo, facilitando la obtención de hidrógeno verde, aplicado a aquellas industrias y actividades más difíciles de electrificar).

¿Y es necesaria una transición ecológica a escala global? Aquí no vamos a perder el tiempo con esa clase de escépticos cuya gracia, como advertía Juan de Mairena, consiste en que “los argumentos no les convencen”. Basta con seguir ─y es apasionante, aunque también estremece─ la máquina del tiempo climático de la NASA desde 1884 hasta hoy, o las proyecciones del Atlas Interactivo del IPCC, para darnos cuenta de que no solo es necesaria, sino urgente. Lo es porque nuestras economías ─todas─ son adictas al carbono; porque la pandemia ha sido un respiro ambiental apenas transitorio, y, en definitiva, porque el planeta ha dicho ¡basta! Los cerca de 1,2 °C que ya ha aumentado la temperatura desde los tiempos en que Watt inventó la máquina de vapor alimentada con carbón, y, con ello, se puso en marcha la primera Revolución Industrial del mundo moderno, marcan una senda creciente que podría llevar a unos catastróficos 3 °C más al terminar esta centuria si solo se siguieran las políticas actuales. Calentamiento desigual y mucho más intenso en algunas áreas (la mediterránea, por ejemplo), que vendría acompañado ─ya lo comenzamos a apreciar─ de fenómenos climáticos extremos y desertificación de amplias regiones, por citar solo algunos efectos que harían invivible gran parte del planeta y provocarían migraciones y grandes caídas del producto en todo él.

¿Qué estamos haciendo ante esta amenaza vital? Pues mucho y poco. Mucho (léase con cierta ironía), para lo que cabría esperar de un ámbito que parece diseñado para los “viajeros gorrones”: países/sectores/ciudadanos negacionistas por ignorancia o por interés. Pero poco, y muy lento (esto sin ironía ninguna), para el urgente desafío que hay por delante. Por más que la COP3 (Kioto, 1997) abriera una senda y la COP 21 (París, 2015) marcara un hito, cuesta implicar a todos en una lucha efectiva y decidida contra el cambio climático. La Agencia Internacional de la Energía (que ofrece libremente este año su World Energy Outlook 2021 con motivo de la COP26) nos muestra la brecha que queda aún por cubrir ─contando con que los países cumplirán a tiempo y completamente sus compromisos de la Cumbre de Glasgow─ para llegar a un escenario de cero emisiones netas en 2050:

Dicho en corto: solo una senda de reducción de emisiones mucho más exigente que la actual puede asegurar que las temperaturas no suban de 1,5 °C en el plazo requerido. Un esfuerzo suplementario que no es sencillo de acordar, y menos con unos mercados energéticos tan desestabilizados: demanda disparada, ajuste insuficiente de la oferta, escasas inversiones para los objetivos climáticos requeridos e inadecuado diseño de los mercados (y no solo el eléctrico, por más que centre nuestras actuales preocupaciones).

La COP26 de Glasgow ha sido un reflejo de todas estas dificultades e intereses encontrados. Quizá el mejor exponente del juego de equilibrios de esta Cumbre hayan sido las bizantinas discusiones ─dignas de un congreso de filología inglesa─ sobre si se debía hablar de “phasing out” o de “phasing down” refiriéndose al futuro del carbón, dentro de un texto general ya suficientemente descafeinado. Algunos avances deben no obstante mencionarse. Así, el acuerdo de más de 100 países para reducir un 30% en 2030 las emisiones de metano; el acuerdo (mucho más limitado en número de países, y entre los que de momento no están algunos de los principales fabricantes, pero que marca un claro aviso a los inversores) para poner fin a los coches de combustión a partir de 2035; el compromiso de acelerar los planes nacionales de descarbonización y, en concreto, a revisarlos en 2022, en vez de 2025; el reconocimiento formal de la necesidad de reducir las emisiones globales en un 45% para 2030, o la aprobación de reglas para crear un marco para un mercado global de carbono.

La actualización que ha hecho la AIE del gráfico mostrado más arriba, incorporando los nuevos compromisos de Glasgow, revela que estos podrían ayudar a que la temperatura global del planeta no excediera en este siglo de 1,8 °C (en vez de los 2,1 previos). La clave está en que esos compromisos ─y buena parte de los anteriores─ se materialicen en planes creíbles y luego se implementen de manera efectiva, lo que por desgracia no es en muchos casos más que una vaga promesa. De hecho, las predicciones después de Glasgow de otra acreditada institución, Climate Action Tracker, hablan de “una enorme brecha de credibilidad, acción y compromiso”, y de unos rangos de elevación de temperaturas de 2,4 °C y que solo quedarían en torno de 2,1 °C si Estados Unidos y China cumplieran lo prometido:   

Lo cierto es que nada es gratis, y la transición ecológica menos aún. Hay que contar con su alto coste en términos de inversión, cifrado, según un cierto consenso (AIE, FMI, Comisión Europea), en torno de dos puntos porcentuales adicionales sobre el PIB de aquí a 2030. Y va a tener también unas implicaciones macroeconómicas tal vez no tan evidentes, pero que van a condicionar el futuro, y no solo en términos de desplazamiento del consumo, impacto sobre el empleo, protección de los “perdedores” o mayores déficits públicos. En opinión de Pisani-Ferry (2021), los efectos de la transición climática son bastante similares, en términos de impacto sobre el PIB mundial, a los de la crisis petrolera de 1973-74, cuando los precios del crudo (un recurso hasta entonces tan subvalorado como hasta ahora lo ha sido el carbono) se multiplicaron súbitamente por cuatro: según sus cálculos, pasar a cobrar ─aplicando unos precios del carbono consistentes con los objetivos climáticos─ una externalidad negativa que antes no tenía coste, equivale a un shock negativo de oferta estimado en una horquilla del 3,1 al 4,1% del PIB mundial, muy similar al debido a la crisis del petróleo de los 70, estimada en un 3,6%.

La pregunta, llegados a este punto, es qué deberíamos hacer. Muchas cosas que no hacemos, sin duda, pero todas partiendo de un denominador común: la concienciación y el compromiso globales. No caben países, ni sectores, ni ciudadanos “gorrones” (lo que implica también una transición justa, dentro de los países y a escala internacional, que no deje atrás a los “perdedores”). Europa ha asumido un liderazgo internacional, plasmado en el Pacto Verde Europeo (alimentado de los fondos de recuperación) y en el más reciente aún Objetivo 55; meritorio, pero insuficiente, por cuanto solo supone el 7% de las emisiones mundiales. Hay que implicar a los otros grandes emisores (rezagados además respecto del esfuerzo europeo), y ayudar a los países en desarrollo a hacer su parte, en vez de cicatear con los fondos internacionales comprometidos para este fin. Hay también que concienciarse de que la transición verde es una transición energética, pero que no recae tan solo sobre el sector de la energía, sino igualmente sobre otros (transporte, industria, construcción…), y que habrá que seleccionar cuidadosamente las inversiones requeridas. Y al final estamos nosotros, los habitantes de este planeta en peligro, cuya responsabilidad no es transferible a gobiernos ni a instancias ajenas, y comienza en nuestro día a día. Porque la transición ecológica nos exige aprender a vivir de otro modo, en economías que ya no podrán crecer sobre los patrones conocidos (ni tal vez a los ritmos pasados) y obligadas a sustituir formas de producir hasta ahora tradicionales, aunque ya insostenibles, al igual que arraigados hábitos de consumo y ocio. Clave resulta, en esta transformación que es tan energética como tecnológica, aprovechar la conexión entre la transición verde y la digital.

En definitiva, ni tecno-optimistas despreocupados, ni eco-pesimistas abrumados: hay un horizonte prometedor, el de un mundo sostenible, y un camino difícil, pero posible. Instituciones como IRENA (2021) estiman que cada dólar (o euro) adicional gastado en la transición energética ─en concreto: no exceder del escenario de 1,5 °C─ puede rendir entre 2 y 5,5 en términos de ahorro. Es cierto que las tecnologías más contaminantes, sus infraestructuras y las industrias más ligadas a ellas van a ver acelerada su obsolescencia y reducido, por tanto, el valor de su stock de capital. Pero también que se abren oportunidades a nuevas tecnologías cuya curva de aprendizaje, si las señales de mercado son las correctas, les permitirá tomar ventajosamente el relevo de las antiguas. En todo caso, y obligados como estamos a hacer de la necesidad, virtud, los beneficios excederán largamente a los costes inasumibles de la no-descarbonización. Cuanto antes llenemos la copa de los compromisos medioambientales, antes podremos brindar por las próximas generaciones.

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