Por José Ignacio Antón Pérez, profesor titular del Departamento de Economía Aplicada de la Universidad de Salamanca


El envejecimiento de la población en las próximas décadas afectará a nuestro sistema de pensiones de forma irremediable. En ausencia de cambios, el gasto en pensiones como porcentaje del PIB se elevará. Esta circunstancia obligará a acometer un recorte de gasto público (entre el que se cuentan estas prestaciones), un incremento de los ingresos tributarios o una combinación de ambas medidas.

El aumento de las fuentes de financiación del sistema, en principio, no tendría que asociarse, necesariamente, a mayores cotizaciones sociales. El pago de las pensiones exclusivamente con ingresos procedentes de las mismas responde, en su práctica totalidad, a una ficción contable, no a una lógica económica, según la cual las jubilaciones contributivas debieran asemejarse en lo posible a un seguro convencional. En efecto, las pensiones actuales no se corresponden de forma actuarial con las cotizaciones realizadas durante la vida laboral y tampoco resulta claro que este fuese un rasgo deseable (puesto que esto supondría un patrón redistributivo concreto). De hecho, resulta factible sufragar estas prestaciones a través de una mayor recaudación asociada a otras figuras tributarias. Por supuesto, una mayor carga fiscal podrá llevar aparejada efectos sobre la desigualdad y la eficiencia, que conviene analizar de forma pormenorizada. Sin embargo, más allá de la retórica, no parece que esto alterase de forma sustancial la naturaleza contributiva del sistema.

La contención de gastos en otros ámbitos distintos a las pensiones queda fuera del ámbito de estas líneas. Sin embargo, parece evidente que la búsqueda de la eficiencia debería constituir un principio rector en la gestión del gasto público y no surgir de forma oportunista cuando se encara el debate previsional. En particular, la contención del gasto en pensiones pasa por la reducción del número de perceptores o de las prestaciones. Parece razonable eludir un endurecimiento de los requisitos mínimos para optar a una pensión, porque ello reduciría la cobertura del sistema. Si aceptamos esta premisa, la herramienta con mayor impacto en la salud financiera del sistema es el alargamiento de la vida laboral, la elevación de la edad de jubilación. Esta medida arroja un doble dividendo financiero: no solo disminuye el gasto en pensiones, sino que incrementa los ingresos asociados a las cotizaciones e impuestos sobre el efector trabajo. Frente a otras alternativas, esta mantiene intacto el rol del sistema previsional actual: en principio, no hay motivos por los cuales el trabajador deba pensar en fuentes adicionales de renta en la vejez, como su participación en planes de pensiones complementarios.

El segundo instrumento de contención del gasto en pensiones viene dado por la reducción de las prestaciones. Esta parece ser la vía preferente por la que ha optado nuestra clase política. En la práctica, esta estrategia puede concretarse de innumerables maneras, todas ellas, articuladas en cambios en la fórmula de determinación de la pensión que resulten en una prestación inferior. Podemos implementar este tipo de cambios con total transparencia o de forma una forma mucho más opaca, en las que la disminución de las prestaciones trate de hacerse de un modo más o menos encubierto para despertar la menor resistencia posible. La estrategia que ha guiado al poder ejecutivo en los últimos años es precisamente esta última.

Estos días son testigos del debate acerca del rumbo a seguir en materia de pensiones. En particular, asistimos, en primer lugar, a la discusión acerca de la conveniencia de la abolición de las dos herramientas que estaban destinadas a contener el gasto en pensiones en pensiones en las próximas décadas: el factor de sostenibilidad y el índice de revaloración de las prestaciones. En segundo término, los agentes sociales y partidos políticos se esfuerzan en proponer alternativas que garanticen la viabilidad de nuestro sistema de pensiones.

El llamado factor de sostenibilidad no era más que un mecanismo de revisión a la baja de las pensiones iniciales de acuerdo al incremento de la esperanza de vida. Esta herramienta gozaba únicamente de una ventaja: la mayor longevidad se traduciría automáticamente en ajustes concretos y determinados de las prestaciones iniciales sin necesidad de trámite político o debate alguno.

El índice de revalorización llegaba inspirado por una idea similar: reduzcamos las pensiones al ritmo de envejecimiento de la población. Sin embargo, su envoltorio era más sutil. La actualización anual de las pensiones no seguiría la senda de los precios, sino que se basaría en la evolución de la ratio entre la recaudación por cotizaciones y el gasto en pensiones. Cabía esperar que, en el medio plazo, esta magnitud evolucionase negativamente, lo que motivó la fijación de un suelo del 0,25% de actualización mínima anual de las pensiones. En la práctica, la idea consistía en que las pensiones creciesen por debajo del nivel de precios, de forma que el proceso de envejecimiento poblacional —y la previsible evolución de la ratio en el medio plazo— se tradujese en una reducción del valor real de las prestaciones a partir de la jubilación. Uno de los atractivos de esta herramienta tiene que ver con el hecho de que es uno de los pocos instrumentos capaz de afectar de forma inmediata al gasto en pensiones, sin necesidad de requerir varios años para que el ahorro previsional comience a palparse. Por el contrario, el retraso de la edad de jubilación o un cambio sustancial en la fórmula de cálculo de las pensiones aconseja el establecimiento de periodos de transición en los cuales la medida entre en vigor de forma muy progresiva.

Ambas formas de abordar las presiones demográficas consistían en mecanismos de ajuste automático a la baja de las prestaciones. Además, al margen de la posibilidad de canalizar más recursos al sistema, constituían herramientas concretas dentro del abanico de instrumentos para reducir el gasto en pensiones.

A mi juicio, ambos instrumentos adolecían del mismo defecto: falta de transparencia y previsibilidad. Es relativamente sencillo comprender las implicaciones del efecto de una reducción explícita de la tasa de reemplazo. Las consecuencias de conocer, con décadas de antelación, que mi prestación de jubilación ascenderá al 60% de mi último salario, en lugar del 80%, son perfectamente escrutables para el ciudadano de a pie. Este puede imaginar cuál será su nivel de vida y valorar la conveniencia, limitada por sus posibilidades, de ajustar su nivel de consumo hoy.

Sin embargo, parece bastante menos claro cómo incorporar la reducción de la tasa de reemplazo asociada al incremento de la esperanza de vida cuando se produzca su retiro dentro de, digamos, 25 años. Y resulta muchísimo más complicado saber cuánto se erosionará progresivamente su prestación con el índice de revalorización mencionado. Por ejemplo, en un contexto de evolución negativa de la ratio mencionada, con una inflación del 2%, objetivo del Banco Central Europeo, que exceda en 1,75 puntos porcentuales el suelo de actualización, la pensión pierde aproximadamente un 30% de su valor real en 20 años. Si la brecha es de solo medio punto porcentual, la reducción es de cerca del 10%.

A mi entender, si asumimos que reducir la tasa de reemplazo sea la opción preferida políticamente, desde un punto de vista económico, se hace difícil entender por qué no se opta por una reducción transparente y previsible del nivel de la pensión. Por ejemplo, un ajuste de la tasa de reemplazo (e.g., pasar del 80 al 65%) podría lograr resultados homologables y su transparencia la haría preferible. Podría acometerse disminuyendo el porcentaje de la base reguladora que agrega cada año cotizado a la pensión final. Así, actualmente, este porcentaje asciende a alrededor del 2,7% por cada año cotizado. Reducirlo en una cifra precisa constituye un cambio mucho más fácil de incorporar por el trabajador. Así, por ejemplo, si cada año de aportaciones se traduce en un 2,5% de aumento de la base reguladora, la pensión sería alrededor del 8% inferior. En este contexto, el trabajador podría valorar la necesidad de realizar un mayor esfuerzo en términos de ahorro si desea contar con una mayor tasa de reemplazo.

Esta particular forma de abordar la reforma de la Seguridad Social en España responde un hecho poco discutible: nadie quiere afrontar el coste político de reducir las pensiones y los partidos de nuestro país se muestran incapaces de enfrentar esta cuestión con la seriedad y altura de miras que requiere.

Sin temor a equivocarme, estimo que el inmovilismo no constituye, tampoco, una buena respuesta. Debemos tener presente que una persona con una carrera laboral completa percibe una prestación superior al 80% de su último salario después de impuestos. De acuerdo con la OCDE, esto supone que el sistema de pensiones de nuestro país proporciona una de las tasas de reemplazo más elevadas de los países con alto nivel de desarrollo. Además, lo hace con una mayor certidumbre que en otros esquemas de seguridad social basados, al menos parcialmente, en fondos de pensiones privados, en los que la prestación puede variar significativamente dependiendo del rendimiento de los mismos.

La pregunta relevante consiste en si mantener el nivel actual de las pensiones dada la recaudación efectiva (o que podamos tener como objetivo) resulta la mejor forma de emplear nuestros recursos de acuerdo con criterios de eficiencia y equidad. Este debate no escapa a subjetividades. Aun en el caso de que convengamos la conveniencia de un incremento de la carga tributaria, existen motivos de peso para ser escépticos acerca de que el destino óptimo de la recaudación adicional sea congelar una tasa de reemplazo tan elevada de las pensiones contributivas.
Así los elevados tiempos de espera en el Sistema Nacional de Salud en las intervenciones quirúrgicas no urgentes y las consultas externas se encontraban en torno a los 4 y 3 meses, respectivamente, ponen en cuestión la loada universalidad de la atención sanitaria en España. Las propias carencias en el sistema de atención a la dependencia cuestionan también que las pensiones contributivas deban ser, precisamente, el argumento subyacente de una reforma tributaria. Asimismo, la población de edad avanzada en nuestro país —que, en el 90% de los casos habita en una vivienda en propiedad— presenta un riesgo de pobreza inferior a la de la población general en España y al promedio europeo para ese grupo de edad. Asimismo, sería perfectamente viable traducir la loable preocupación por situaciones precarias en subsidios asociados al gasto en calefacción o el pago del alquiler para aquellos con menores activos.

Otra de las razones que se esgrimen de forma habitual en el debate público para justificar la negativa a cualquier cambio que ajuste a la baja las prestaciones tiene que ver con la relevancia de las pensiones de jubilación en el mantenimiento de otros miembros del hogar en coyunturas recesivas. Esta argumentación resulta, sin embargo, falaz: la eventual falta de cobertura de personas desempleadas o en situación de necesidad deberá ser abordada con una reforma adecuada de las herramientas correspondientes (e.g, la asistencia social o las prestaciones de desempleo).
Por el momento, el gobierno se mueve entre la inacción total del sector de Unidas Podemos y el lanzamiento por parte del Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones de sus tan característicos globos sonda de medidas destinadas, fundamentalmente, a contener el gasto en pensiones. Entre estas últimas encontramos alusiones al incremento del número de años considerados para el cálculo de la pensión (lo que resulta inevitablemente en menores prestaciones) o vagas referencias a la extensión de la vida laboral. Desafortunadamente, en ningún caso se hace explícita la intención de reducir las prestaciones. Es más, se busca con insistencia tomar el pulso a la opinión pública para valorar el eventual coste electoral de las medidas.

En este contexto, ha irrumpido con fuerza desde hace algunos años la propuesta de las llamadas cuentas nocionales. La lógica de este sistema consiste en que las prestaciones se calculan como la suma exacta de las aportaciones realizadas durante la vida laboral capitalizadas de acuerdo con algún indicador (el crecimiento de la economía, de los salarios o la masa de remuneraciones total). La determinación de la cuantía de la pensión responde al total de cotizaciones realizadas y a la esperanza de vida media al momento del retiro. El sistema sigue operando con la lógica del reparto: las cotizaciones sociales de la población en edad de trabajar siguen sufragando las prestaciones de los pensionistas en cada momento del tiempo. El retorno de las aportaciones es puramente una ficción contable y la elección del índice de capitalización suele corresponderse con indicadores que reflejen la capacidad de recaudación por parte sector público. Los dos rasgos principales de las cuentas nocionales es la total eliminación de redistribución por parte de la previsión contributiva y el traslado al asegurado del ajuste automático al incremento de la esperanza de vida. La redistribución se delega en otros mecanismos externos al sistema contributivo (pensión mínima o asistencial, reconocimiento ad hoc de aportaciones para trabajadores en situaciones concretas, etc.). El eventual impacto sobre la progresividad de una reforma de este calado dependerá del resultado de la combinación de la estricta proporcionalidad de las cuentas nocionales con las mencionadas herramientas externas y del grado de redistribución de la previsión vigente.

El eco que esta propuesta ha tenido en muchos foros responde a que, con el nivel actual de cotizaciones, la prestación resultante sería sustancialmente inferior a la actual, de una forma poco explícita y sujeta a incertidumbre dependiendo de la evolución del indicador de referencia, y el coste presupuestario de una la mayor longevidad se traslada automáticamente al pensionista.
Parece obvio que el debate sobre la reforma del sistema de pensiones en España constituye un laberinto político. En buena medida, los responsables de esta circunstancia son los propios actores partidarios, que han rechazado encarar el tema con la transparencia y seriedad que requiere y han preferido emplear la política previsional como un arma arrojadiza. A mi modesto entender, resultaría conveniente plantear un debate adulto y responsable que incorporara como principales ingredientes el nivel deseado de estándares de vida a cubrir las pensiones públicas de jubilación y la configuración del Estado del Bienestar y sistema tributario a los que aspiremos.

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