Por Adrián Espinosa Gracia (Departamento de Análisis Económico, Universidad de Zaragoza)
De acuerdo con el último informe sobre desigualdad mundial publicado por el World Inequality Lab (Chancel et al., 2022), vivimos hoy en un mundo más igualitario que hace 50 años. No obstante, aun siendo innegable que las sociedades contemporáneas han experimentado grandes avances en materias sociales durante las últimas décadas, este mensaje tiene matices importantes que dejan claro que el tema de la desigualdad mundial es todavía un desafío importante. Muestra de ello es, por ejemplo, que una gran parte de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible estén, directa o indirectamente, relacionados con varias dimensiones de la desigualdad.
Aterrizando en la problemática concreta, la desigualdad mundial puede ser desagregada en dos componentes: el nivel de desigualdad interna de cada país, por una parte, y las desigualdades entre distintos países o áreas del mundo, por otra. Durante las últimas décadas, estos dos componentes han seguido evoluciones contrapuestas, de modo que la desigualdad intra-país, medida vía índices de Gini en renta primaria con datos de World Inequality Database, se ha venido incrementando en una gran parte del globo. Por ejemplo, los índices de Gini de Estados Unidos, China, e India, se incrementaron, respectivamente, un 15%, un 25% y un 46%, entre 1995 y 2018. Estos datos son preocupantes en tanto en cuanto suponen que más de un tercio de la población mundial está viviendo en sociedades que son menos igualitarias hoy que dos décadas atrás.
Por otra parte, el componente de desigualdad inter-país ha decrecido en los últimos años, tirando hacia abajo de la desigualdad global in toto. Esto se ha dado, en gran parte, gracias al gran crecimiento de China, el sudeste asiático, y países de Oriente Medio y el este de Europa. Sin embargo, también aquí aparecen serios matices. En primer lugar, aunque las áreas anteriormente mencionadas han cerrado la brecha con respecto a los países desarrollados, no se debe olvidar que, prácticamente, ni África ni Latinoamérica han logrado converger en estos años. En segundo lugar, también es cierto que, en este proceso de convergencia entre países, también ha influido mucho el hecho de que la Vieja Europa y Norteamérica han visto estancarse, e incluso decrecer, sus niveles de renta per cápita con respecto a la media mundial. Este descenso de la desigualdad global tiene, por lo tanto, dos caras nada halagüeñas, al contrario de lo que parecen indicar los datos.
Una vez presentado el panorama, nos preguntamos ahora qué hechos pueden estar detrás de estas evoluciones. En este sentido, en un estudio recientemente publicado (Duarte et al., 2022), mis coautores y yo nos preguntamos por el papel que ha podido estar jugando la intensificación de los procesos de globalización desde la década de los 90. Durante estos últimos años, la globalización ha tenido una faceta muy marcada, plasmada sobre todo en la fragmentación de los procesos productivos y su configuración en las llamadas cadenas globales de valor. Así, los bienes y servicios ya no son producidos en su totalidad en un solo país, estando las distintas fases de los procesos productivos repartidas por todo el orbe. De ese modo, el reparto del valor añadido de estos productos (y, por lo tanto, de la renta generada) se ha convertido en una problemática mundial, y así lo han hecho también los mecanismos de distribución de la renta y la desigualdad. La manera en que los países se han ido integrando en estos procesos internacionales está, sin duda, muy relacionado con el tema que nos ocupa. Generalmente, se da por sentado que dicha integración va ligada a procesos de mejora económica (en términos de convergencia hacia la renta per cápita mundial), aunque no esto no implica necesariamente que esa mejora económica se traduzca en mejoras sociales (en términos de reducción de la desigualdad interna de los países).
Dos medidas de integración muy usuales en la literatura, que usamos en el trabajo, son las definidas como participación y posición. La primera hace referencia al peso que aporta el valor añadido incorporado en las exportaciones de un país sobre el valor añadido mundial (lo cual es una especie de medida de competitividad comercial), mientras que la segunda sitúa la especialización productiva de los países a lo largo de la cadena, es decir, si éstos se dedican a producir bienes más o menos finalistas (o acercados al uso final). En el estudio, siguiendo la hipótesis de las “curvas smile” (Meng et al., 2020), también nos centramos en la búsqueda de relaciones cuadráticas con la posición en las cadenas, definiendo las relaciones convexas como “curvas sonrisa” y las cóncavas como “curvas ceño”. En las curvas sonrisa, aplicadas tanto a indicadores de desigualdad intra- o inter-país, las peores posiciones están en los extremos (posiciones primarias y finalistas de las cadenas productivas), mientras en las curvas ceño ocurre lo contrario.
Confirmando resultados de estudios previos (Carpa & Martínez-Zarzoso, 2022), en Duarte et al. (2022), encontramos que una mayor participación en las cadenas está relacionada, en general, con mayores niveles de desigualdad internos, así como que, aunque favorece la mejora económica de los países, está relacionada con una mayor divergencia entre los mismos.
No obstante, una novedad del estudio está en los resultados entre las dimensiones de desigualdad y la posición en las cadenas, y en su diferente relación por áreas geográficas. En muy resumidas cuentas, encontramos relaciones en forma de “sonrisa” entre la posición y los índices de Gini (medidas intra) en los países desarrollados de nuestra muestra, en Asia y en Latinoamérica, significando que posiciones intermedias en las cadenas se relacionan con niveles de desigualdad interna más bajos, mientras que sucede lo contrario en Rusia y Asia Central. Por otra parte, encontramos relaciones de “sonrisa” en las medidas inter-país para los países desarrollados y Oriente Medio, queriendo decir que posiciones intermedias en las cadenas están relacionadas con procesos de convergencia, mientras que lo contrario sucede en Latinoamérica. Así, por ejemplo, llegaríamos a la conclusión de que los malos resultados que ha mostrado América Latina en cuanto a tendencias recientes en ambas dimensiones de desigualdad, pueden guardar relación con la especialización productiva de sus países en fases extremas de la cadena, generalmente en procesos productivos primarios.
Finalizando con esta posición, parece entonces claro que la configuración de la producción en torno a las cadenas globales de valor puede estar estrechamente relacionada con la evolución de la desigualdad mundial. La manera en que distintos países, atendiendo a criterios geográficos y de desarrollo, se integran en estos procesos no es trivial, y las distintas especializaciones productivas de los mismos pueden ser claves en un sentido o en otro. Quedaría ahora por ver cuáles pueden ser las razones institucionales que expliquen estas distintas evoluciones por áreas, pudiendo ser muy interesantes tanto en casos de éxito (sudeste asiático), como de fracaso (África y Latinoamérica). Por último, esto ha abierto un par de cuestiones de cara a la futura evolución de los procesos económicos globales. De una parte, que, tanto los adalides de la globalización como sus detractores, deben ser cautos a la hora de aventurarse en recomendaciones, ya que, como hemos visto, el tema no es banal y las relaciones pueden ser muy distintas dependiendo del caso que estemos analizando. De la otra, quedará por ver cómo la posible reversión de estos procesos, es decir, lo que se está dando a llamar como re-shoring, o traer de vuelta procesos productivos al país de origen, puede afectar a las dos dimensiones de la desigualdad global. En cualquier caso, el desafío de tratar de corregir las desigualdades globales está encima de la mesa. Tenemos las herramientas para evaluar estos escenarios, ¿también la voluntad?