Próximos a finalizar los trabajos del comité de expertos creado por el Ministerio de Hacienda para la reforma del sistema tributario y ante un probable ajuste fiscal en el medio plazo tal vez sea útil profundizar en algunos aspectos menos presentes en los debates técnicos, para añadir reflexiones generales a veces marginadas por la urgencia de otras consideraciones.
Uno de ellos es la necesidad de poner en primer plano, como en cualquier instrumento de la intervención pública, la contribución de los impuestos al bien común. Sin un sistema de impuestos justo y suficiente para financiar los servicios y prestaciones públicas será difícil conseguir cotas altas de solidaridad y sociedades más cohesionadas. Los actuales Estados de Bienestar, cada vez más erosionados, sólo pueden ser sostenibles con una financiación adecuada. Los ingresos procedentes de la recaudación tributaria pueden entenderse como el precio de la cohesión social y del sistema de bienestar.
La capacidad recaudatoria del sistema tributario ha ido reduciéndose, sin embargo, con el paso del tiempo y su ampliación resulta cada vez más difícil en un entorno crecientemente competitivo. Algunas muestras de esa dificultad son la reducción de la capacidad de gravamen de los actuales impuestos por las limitaciones para gravar los nuevos instrumentos financieros y las nuevas formas de comercio, la desregulación de la movilidad del capital o la deslocalización de las inversiones. El corolario ha sido la generalización de reformas que descansan en menores tipos impositivos y en impuestos duales que ofrecen un tratamiento diferenciado y más ventajoso a las rentas de capital que a las del trabajo, con la justificación de hacer frente a la competencia fiscal internacional.
A estas restricciones se añaden las críticas tradicionales centradas en los problemas de eficiencia ligados a las subidas de tipos impositivos, como la posible distorsión de los precios relativos de los bienes o la generación de desincentivos sobre la participación laboral y el ahorro. Pese a que la evidencia sobre el alcance de esas ineficiencias no es concluyente, estas ideas han moldeado las reformas tributarias de las últimas décadas.
En términos de la contribución al bien común, la cuestión más relevante es si esta se ha reducido al primar más las cuestiones ligadas a la eficiencia que a la redistribución. El FMI, por ejemplo, en su informe Growth-Friendly Fiscal Policy, recomendó explícitamente que, en los países ricos, dadas las dificultades para elevar los ingresos tributarios, se eliminaran lo que consideraba distorsiones fiscales. La mayoría de estas eran, precisamente, elementos de los impuestos que contribuyen a fomentar su progresividad, como, por ejemplo, las exenciones o los tipos reducidos del IVA.
Desde esa óptica, se han hecho descansar cada vez más los sistemas en los impuestos sobre el consumo, menos distorsionantes del ahorro y de las decisiones de inversión, que han ganado peso respecto a los impuestos sobre la renta y las cotizaciones sociales, a los que se atribuyen efectos más adversos sobre el crecimiento económico. Esta orientación reduce la justicia de los impuestos, si estos se interpretan desde la óptica de la equidad y del principio de la capacidad de pago. Los impuestos sobre el consumo son mayoritariamente regresivos respecto a los ingresos, mientras que el impuesto sobre la renta es la principal fuente de progresividad de un sistema fiscal.
La creciente dificultad de los sistemas tributarios modernos para corregir la distribución de las rentas primarias ha pasado a ser un tema central en la explicación del crecimiento de la desigualdad en los países ricos. Eso no quiere decir que los sistemas tributarios no tengan un efecto progresivo sobre la distribución de la renta o que hayan dejado de ser uno de los principales instrumentos de corrección de la desigualdad. La literatura empírica comparada sigue mostrando una significativa relación entre los niveles de presión fiscal y la desigualdad y también subraya la importancia del equilibrio en la estructura de ingresos públicos (impuestos directos, indirectos y cotizaciones sociales) para explicar el mejor comportamiento de la desigualdad en algunos países. En el caso de España, los estudios comparados revelan que el principal problema del sistema fiscal para la redistribución no es tanto la falta de progresividad sino su reducido tamaño.
Es difícil pensar en un cuadro tributario socialmente aceptado sin dar respuesta también al reto pendiente de una tributación de la riqueza que supere los actuales problemas de bajos niveles de cumplimiento fiscal y amplias desigualdades territoriales. Buena parte de la desigualdad futura va a proceder más de las desigualdades de riqueza que de renta. Un sistema que no tenga en cuenta la distinta capacidad económica de quienes obtienen mayores ingresos patrimoniales difícilmente conseguirá un respaldo social suficiente. No obstante, la deriva del sistema fiscal, con una gradual concentración de los tributos en los objetos imponibles más fáciles de controlar, como las rentas del trabajo asalariado o el consumo, parece apuntar en sentido contrario.
Un sistema fiscal diseñado desde la idea del bien común tiene que ir más allá de la consideración de los impuestos como meros instrumentos para financiar los gastos públicos. Debería revisarse la tendencia general a los cambios en los tipos y apuntar hacia la ampliación de las bases impositivas, mejorar el tratamiento fiscal de los hogares con salarios bajos y avanzar en la moderación de algunos de sus elementos regresivos. La sociedad debe buscar acuerdos que fortalezcan la ética de los bienes públicos y discernir qué valores se quieren defender con el sistema impositivo. No se trata simplemente de conseguir mayores ingresos para atender las crecientes demandas de los ciudadanos, sino de encontrar la necesaria interacción entre los ingresos y los gastos para avanzar hacia una sociedad más inclusiva y eficiente.
(Publicado en El País, 5 de diciembre de 2021)