La española es la economía avanzada que más está sufriendo las consecuencias de la pandemia en su primera y segunda oleada. Pero también puede llegar a ser una de las que más se beneficie del impulso inversor que está propiciando la Unión Europea a través del fondo “Next Generation EU”. Para que esto último sea posible basta con que, además de identificar proyectos que favorezcan las transiciones ecológica y digital que prioriza la UE, seamos capaces de disponer de la cohesión política suficiente en torno a ese propósito: para garantizar compromisos plurianuales sobre una agenda de reformas que acompañen esa intensidad inversora y una senda de saneamiento de las finanzas públicas a medio plazo. Fortaleciendo las credenciales de este país ante las instituciones europeas lo haríamos también ante los inversores nacionales e internacionales que necesitan reducir incertidumbre y fortalecer la confianza en nuestra economía. Lo que viene a continuación es el amparo argumental de esta conclusión.

La contracción del PIB, la elevación del desempleo y el ascenso del déficit y la deuda publica dan cuenta de esa diferenciación adversa de la economía española. Menos propios del diagnóstico macroeconómico convencional son otros indicadores que reflejan el deterioro de las condiciones de vida de la mayoría de la población, de las amenazas sanitarias, de la ampliación en la desigualdad en la distribución de la renta y de la riqueza, de la erosión de la confianza de familias y empresas o del menor atractivo inversor de nuestro país para la inversión extranjera, entre otros. La intensificación de esta nueva ola de propagación de la pandemia en todo el mundo amenaza con interrumpir de forma significativa la recuperación observada en el tercer trimestre. Algunos indicadores adelantados ya dan cuenta de ese riesgo de recaída recesiva. Desde luego en la economía española, dada la mayor debilidad de los indicadores del sector servicios y donde las decisiones de gasto de las familias y de inversión de las empresas se muestran más inhibidas que en el resto, más carentes de confianza. Donde, también, las amenazas derivadas del deterioro de la salud financiera de las empresas pueden pasar factura al sistema bancario a través de ascensos en la tasa de morosidad. Todo ello en un contexto de vulnerabilidad financiera internacional derivada del aumento del endeudamiento de empresas en sectores más dañados, menos solventes, en definitiva.

Las razones de ese daño diferencial están claras. Además del temprano contagio de la infección y la adopción de medidas de confinamiento estrictas, la estructura productiva de nuestra economía ayuda a entender esa contracción del crecimiento tan acusada. La importancia del sector turístico y servicios próximos son los más dañados por esa inmovilidad. Un censo empresarial dominado por microempresas, especialmente en esos sectores cercanos al turismo, con escasa capacidad defensiva o un mercado de trabajo dominado por la precariedad. No menos relevante es la menor capacidad de maniobra de nuestras finanzas públicas para compensar la recesión mediante aumentos del gasto y la inversión pública; las autoridades españolas adoptaron medidas similares a las alemanas, por ejemplo, pero el volumen de recursos públicos comprometidos en relación al tamaño de la economía fue mucho menor.

Si las consecuencias de esa mayor vulnerabilidad no han sido peores es por el importante apoyo europeo. En esta crisis las instituciones comunitarias han reaccionado adecuadamente, evitando males peores. Desde el inicio de la pandemia el BCE está impidiendo que al desplome de la actividad le acompañen dificultades en la financiación de la economía, y la Comisión Europea, además de apoyar la compensación del deterioro en los mercados de trabajo está favoreciendo la generación de expectativas no solo de recuperación, sino de modernización de las economías. En realidad, esas iniciativas de la Comisión han supuesto una innovación de gran alcance en su política presupuestaria y en  la capacidad de actuación sobre las economías nacionales. Son bases para una mayor integración, de la que podrá beneficiarse España.

La decisión más relevante, también la de mayor trascendencia potencial para nuestra  economía, es la adoptada por el Consejo Europeo el pasado julio de constituir el fondo “NextGeneration EU”. Serán 750.000 millones de euros los que lo nutran mediante la  emisión de bonos comunitarios en los mercados. La transición ecológica y la digitalización son los dos destinos preferentes, impulsores de la necesaria modernización de las economías europeas asumida como objetivo esencial por la Comisión. De esos fondos, España puede ser beneficiaria de 140.000 millones de euros, más de la mitad en transferencias; el resto podrá llegar mediante préstamos con costes incluso más ventajosos que los muy favorables ofrecidos hoy por los mercados a nuestra deuda pública. Las contrapartidas exigidas, la dichosa “condicionalidad”, no es la propia de otros mecanismos de financiación asistida o de “rescate”. Pero es razonable que las instituciones europeas traten de asegurarse una adecuada utilización de esos recursos y, para ello, verificar que los procedimientos de decisión son los adecuados, al igual que los criterios de evaluación de los proyectos, de identificación de sus contribuciones. La gobernanza de todo el proceso incluida la supervisión técnica y la coordinación entre administraciones públicas es también esencial.

La intensificación de la inversión no es suficiente. Para tratar de maximizar la rentabilidad social de las mismas es necesario que esos análisis coste-beneficio de los proyectos sean acompañados de una agenda de reformas favorecedoras de la generación de valor por las inversiones y, en todo caso, que sienten las bases de esa genérica modernización en que coinciden las autoridades españolas y las europeas. En la satisfacción de propósitos tales y en la disposición de métodos de trabajo que facilitan la gestión de los proyectos, la experiencia de algunas empresas sería conveniente aprovecharla. Ello facilitaría la amplificación inversora de los recursos comunitarios con aportaciones de fondos privados.

No son empeños difíciles de concretar. Pero es cierto que su consecución precisa de un atributo hoy escaso en nuestro país: la cohesión política suficiente para convenir en compromisos de medio y largo plazo, que es donde alcanzan los efectos pretendidos de esos proyectos. También para reducir la incertidumbre asociada a los ciclos electorales, para mejorar la propia gestión publica de los proyectos, introduciendo modificaciones procedimentales que, sin menoscabo del rigor, doten de agilidad y flexibilidad a los mecanismos de contratación pública. No menos importante, esa cohesión es necesaria para minimizar las diferencias entre el gobierno central y los de las CCAA, donde una parte muy significativa de esos recursos acabarán invirtiéndose.

El territorio del acuerdo debería extenderse igualmente a la definición de una senda de saneamiento de las finanzas públicas a medio plazo. A pesar de que los estímulos fiscales no han sido los más cuantiosos de Europa, el déficit y la deuda publica ascenderán este año a niveles difíciles de soportar en condiciones normales. Que este no sea el momento de priorizar la contención de esos desequilibrios (“preocúpense primero de combatir la guerra y una vez ganada de pagarla” decía hace poco la directora de investigación del Banco Mundial, Carmen Reinhart), no significa que pueda marginarse la atención a los mismos. El Pacto de Toledo puede ser una referencia válida al respecto, al menos la que permite confiar en que la ofuscación no es necesariamente la única aproximación al tratamiento de los problemas.

(Diario El País, 1 de noviembre de 2020)

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