Es como si el viento hubiera cambiado de dirección en apenas unas semanas; me refiero a Europa.
Hace tan solo un trimestre, antes de las elecciones en Holanda, el catastrofismo imperaba, celebrando los eurófobos la inesperada ayuda que les iba a brindar el nuevo inquilino de la Casa Banca (“el Brexit será una maravilla; habrá otras salidas de la UE”), cuando apenas encontraban eco las voces más templadas que seguían apostando por la “utopía razonable” de cuyo acto fundacional, el Tratado de Roma, se cumplieron en marzo sesenta años. “Los mejores carecen de toda convicción, mientras los peores están llenos de apasionada intensidad”: la visión poética que un día describió Yeats parecía del todo precisa.
Pero, en contra de lo anticipado por tanto “pesimismo complacido” (la expresión es de Claudio Magris), no siempre sucede lo peor. En los Países Bajos, el partido extremista y xenófobo de Wilders ha visto frustradas en marzo sus expectativas de victoria. En Alemania, la suma de votos de los proeuropeos (democristianos y socialdemócratas, liberales y verdes) alcanza porcentajes muy altos (cerca del 90 por 100 en Renania del Norte-Westfalia, el land más poblado y con más potencial influencia en las elecciones generales, las previstas para septiembre). Y en Francia, Macron, el candidato más partidario de la integración (“europeísta radical”, le espeto Marine Le Pen en el momento álgido del debate televisado que ambos sostuvieron) ha ganado mucho más holgadamente de lo que casi nadie auguraba. Las señales que emite la cargada agenda electoral de 2017 indicarían, por tanto, un reflujo del populismo más conservador y de corte nacionalista, no concediendo posiciones mayoritarias para las opciones que han blasonado su beligerancia “antieuropeista”.
Hay más, y tanto en el ámbito institucional como en el propio de la sociedad civil. En éste, por ejemplo, iniciativas convocando a la ciudadanía en apoyo al proyecto integrador, como la que bajo el lema “Pulso de Europa” idearon un puñado de jóvenes alemanes en Frankfurt a finales del año pasado y que ya está siendo secundado en un centenar de ciudades de una docena de países europeos. Y en aquel, donde se sitúan las propuestas y realizaciones políticas, al menos dos novedades importantes. Primera, el cierre de filas de los 27 frente a Londres en la estrategia negociadora de la salida del club; una marcada sintonía (“gracias por unirnos, Brexit”, se ha escrito con agudeza) a la que no estamos ciertamente acostumbrados tras los sonados desencuentros en torno a los “rescates”, a los planes de ajuste y recortes, o la acogida y el reparto de refugiados. Segunda, la declarada voluntad de acometer empeños durante largo tiempo bloqueados (por el Reino Unido, precisamente, bastantes de ellos): culminación de la unión bancaria, avances en la coordinación presupuestaria y primer pergeño de la Europa de la Defensa y la Seguridad, y también de la Europa Social.
Ya lo predijo uno de los padres fundadores, Jean Monnet: “Europa se hará en las crisis”. Que viene a ser lo mismo que pensaba Jacques Delors al hablar, también en tono tan resignado como sabio, de “la larga paciencia” que exige el proyecto europeo.