Podría haber sido tiempo de festivas celebraciones: 25º aniversario del Tratado de Maastricht (7 de febrero) y 60º del fundacional Tratado de Roma (25 de marzo), pero las circunstancias aconsejan conmemoraciones de baja intensidad. Las tensiones se acumulan para una Unión Europea que lleva años haciendo frente a problemas sobrevenidos: la factura social de la severa crisis económica y de los programas drásticos de austeridad, el frustrado desenlace de la “Primavera árabe”, que ha revertido en turbulencias de todo tipo en el flanco sur del continente (desde guerras civiles a Estados fallidos, desde el terrorismo a la “crisis de los refugiados”), y probada debilidad en la frontera oriental, con episodios de presión militar (países bálticos) o abiertamente bélicos (Ucrania). Súmese a todo ello el “Brexit” —tampoco estaba agendado— y el cable que desea echar el presidente Trump jaleando a los partidarios de renunciar al proyecto comunitario, al que conoce como “el Consorcio” por si hubiera alguna duda. Cumplimos años rodeados de enemigos, ha dicho una voz señera de la propia UE. Sensación generalizada de vulnerabilidad, que alimenta, por una parte, el repliegue nacionalista y de xenofobia y, por otra, caída del apoyo ciudadano a la integración política, tal vez paralela a la pérdida de fe en ella por parte de las élites.
Resultado: horas difíciles. El populismo que predica el desmantelamiento del edificio compartido, con o sin moneda común, está presto para dos pujas electorales de máxima trascendencia: en Holanda el 15 de este mes de marzo; en Francia, a dos vueltas, entre el final de abril y el comienzo de mayo. En ambas citas las probabilidades de victoria del Partido para la Libertad, en un caso, y el Frente Nacional, en otro, no dejan de crecer semana a semana. La coincidencia con el radicalismo autoritario y nacionalista del Gobierno ultraconservador polaco y con la ofensiva similar en Hungría del primer ministro Orbán, no es casual, como no lo es la impotencia hasta ahora demostrada por la Comisión Europea para frenar ambas derivas. Tampoco nadie clama por impedir la erección de vallas y muros con objeto de taponar la ruta de los Balcanes, ese tortuoso pasillo que canaliza la mayor parte de los flujos inmigratorios: tierras de Hungría, Eslovenia, Macedonia y Austria; de militarizar las fronteras respectivas se habló en la Conferencia que reunió hace poco en Viena, sin apenas luz y taquígrafos, a 15 países europeos. Por su parte, Grecia sigue en la cuerda floja, mientras entra en escena ruidosamente —como acostumbra— una Italia con el mapa político cada vez más fragmentado y con un sistema bancario con una formidable carga desestabilizadora para toda la eurozona. De “crisis existencial” ha hablado Juncker.
Tanto es así que España, en ese marco, se erige hoy, hasta cierto punto, como contrafuerte. La “modesta” estabilidad gubernamental —se ha escrito— vale su peso en oro en los mercados de Bruselas y Berlín. La economía mantiene un tono vigoroso, comparativamente alto. Y la sociedad —lo mejor de todo entre nosotros— sigue esquivando tentaciones extremistas, sin organizaciones con peso de signo xenófobo o antieuropeo, y expresando de muy diversas formas apertura y capacidad receptiva, solidaridad y actitud acogedora. Contra tantos derrotistas, hoy la “anomalía” española en Europa ¡es por virtud y no por defecto!
Reblogueó esto en gestión del conocimiento.
Los agricultores europeos se enfrentarán a otro desafiante año en 2017, pero claro hay otros aspectos en la economía como la llegada de nuevos presidentes con sus exigentes políticas de cambio, como de Francia y Holanda.